Biopolíticas de la Animalidad

El animal colombiano

Me dediqué entonces a preguntarme por las peculiaridades de algunos animales colombianos, dada aquella maña de buscar símbolos patrióticos capaces de convocar ese sentimiento de unidad y armonía nacional que tanto añoramos (las pulseritas no dieron para tanto). Por supuesto deseché el cóndor, ya adecuadamente apropiado por los chilenos como el mejor cuentachistes de la cordillera, y con la mejor novia del mundo, a la cual siempre trato de emular como un modelo de mujer latina: Yayita. Algo parecido me ocurrió con el Hombre Caimán, seguramente un mito indígena sobreviviente en las narraciones populares, convertido en un estribillo tan conocido en el planeta como las esmeraldas, el café y la cocaína colombiana. Claro, también leí una buena parte de la mitología ancestral, donde el jaguar campea junto con la anaconda por las tierras de los trópicos bajos y águilas de diversas especies hablan del dominio chamánico del mundo, pero nada me convenció: son demasiado religiosos, demasiado solemnes y un poquito asustadores. Me imagino por eso que la marca de cerveza más conocida en Colombia usa un águila norteamericana, la misma del dólar y del banco más colombiano del país…

Revisando revisando volví cien veces a las mariposas amarillas, que se reúnen en los playones de los ríos a lamer minerales concentrados por el sol, y pensé en las ballenas de Bahía Málaga, tan famosas en la prensa de estos días. Pasé por el oso de anteojos perdido en las nieblas del páramo, por la iguana petrolera, los tigrillos y los flamencos de los narcos, y obviamente llegué al hipopótamo de Pablo Escobar, entronizado por los ambientalistas como mártir de la globalización. Casi, casi, el símbolo perfecto, pero su sangre africana lleva apenas un par de décadas en el país, lo que no le confiere cédula: a lo sumo permiso de residencia.

Increíble que en este país de la biodiversidad no encontremos un verdadero representante de la identidad colombiana, me dije. Y al mencionar la palabra identidad, recordé los infinitos tratados de la escuela de Frankfurt y de Daniel Samper (padre e hijo), regados entre libros y revistas de farándula, así que acudí a ellos presurosa a encontrar la clave que a Reichel Dolmatoff se le escapó. Y creo que dí en el clavo:

Propongo solemnemente que aclamemos a la chucha como nuestro animal nacional. Tal vez pensarán que es ofensivo, pero no hay tal. Me parece que el que te digan chucha es más un cariñoso reclamo por no utilizar todo el potencial de tus habilidades naturales… En cambio, la chucha, zarigüeya le dijeron en otras latitudes, es, definitivamente, un dechado de virtudes nacionales, pero principalmente, símbolo de la adaptabilidad: merodea ágil por todas partes, sin pudor alguno ni vergüenza, dedicada permanentemente al rebusque, a menudo cargada de crías mocosas en su bolsita ventral, presta para fingir y capaz de riesgo abrir una bocaza inmensa y amenazante ante la menor situación de, para en seguida desplomarse haciéndose la muerta. Voraz, inquieta, polifacética, diría uno que olfativamente procaz, si algo así existe en el mundo animal, siempre ajena a algo más que su propia ley. Hirsuta, avispada, de pies ligeros y cola calva, con sus cejas coloridas, nunca realmente amigable, pero aparentemente simpática… por si acaso. Todo lo necesario para la Colombia globalizada del siglo XXI.
En México son conocidos como tlacuaches, en el Perú como mucas, en Colombia como faras, en Costa Rica como zorros y en Venezuela se les denomina rabipelados
 Lo que si no entiendo bien es que querrán decir con eso de «hijo de tigre, sale pintao, hijo de chucha, rabipelao…»

Por Brigitte LG Baptiste