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Crónicas Urbanas


De Barranquilla a Santa Rosa de Osos


Negro y mudo como sombra Harlinton Arrieta es un artista de la inmovilidad. A su lado, la ciudad convulsiona en un frenesí de persistencia por la vida; por el contrario silencioso y estático, Harrison o el minero estatua de la Avenida La Playa, espera inalterable que las monedas caigan a sus pies, como un premio por no hacer parte del desorden habitual de la urbe.

Un día cualquiera Harlinton hizo sus maletas y viajo desde el calor de Barranquilla, su tierra natal, hasta el frío de Santa Rosa de Osos en Antioquia. Sin embrago, sus sueños corrían el riesgo de congelarse  en aquella población; entonces con el ímpetu de sus veintitrés años, decidió viajar de nuevo y pensó en la ciudad de Medellín. Aquí llego a instalarse como muchos buscadores de fortuna, en un cuarto de inquilinato. Trabajo en otros oficios, antes de decidirse, por insinuación de una amiga, a convertirse en estatua humana.

Alguna vez me dijeron drogadicto, otro me llamo negro marihuanero; alguien más deposito unos pesos y me dijo que no me los gastara en vicios; por un momento pensé en contestarle algo, pero decidí que no era correcto y seguí inmutable en mi oficio de estatua” 

En su oficio de estatua viviente, Harlinton ha aprendido a pensar la ciudad. El es un filósofo sin titulo y sin palabras, que cavila para si los acontecimientos diarios de un lugar tan transitado de Medellín como lo es el paseo La Playa en su cruce con la Avenida Oriental. Esta joven estatua humana  ha participado en algunos eventos culturales de la ciudad, en los cuales, ha sido contratado para mostrar a otros su imperturbable inmovilidad.

Estoy feliz porque tengo un evento en Plaza Mayor entre febrero y marzo. Las expectativas que tengo son tan granes como el nombre de esa plaza, esto es bueno para mi hoja de vida, mi arte

Ha llegado el momento de tomar un descanso. La sombra representada en este minero estatua, se baja de su cajón que hace las veces de pedestal. Retoca su maquillaje mientras se observa en un pequeño espejo; los pies descalzos y extendidos dejan al descubierto la blanca planta de estos.

Juan Fernando Hernández.
juferh@yahoo.com   

Crónicas Urbanas

 Morada para vivos y muertos

Para vivir aquí hay que ser muy verraco, asegura Marcela mientras le sirve de comer a su niña  que ha llegado de la guardería, nada más en el segundo piso mataron una muchacha en embarazo, de eso hace ya como ocho añosprimero mandaron de cajón al compañero que era tremendo faltón y como a los dos días unos muchachos escalaron la fachada, le dieron una patada a la puerta de la pieza y le pegaron como cinco balazos…ella estaba dormida, creo que no le entro ni aire. 


Marcela de treinta años vive con sus dos hijos de cuatro y trece años en una de las piezas del inquilinato Los Andes ubicado sobre la Avenida Oriental del barrio Colon, Los Andes es quizás el inquilinato más grande de Medellín, ella paga trece mil pesos diarios por la pieza; para poder asegurar el alojamiento cotidiano, vende dulces al igual que su hijo mayor; Este muchacho me resulto muy buen estudiante y siempre me dice que nos vamos de aquí, pero la cosa no es así de fácil, para salir de aquí se necesita billete y a uno no le van sirviendo de fiador así como así.

El compañero de Marcela y padre de su hija fue asesinado hace un año, según ella por un enemigo que desde hace tiempo lo estaba buscando. Un llanto infantil se escucha en una de las piezas contiguas, Marcela comenta:

Ese es un niño que pide limosna, seguro no consiguió lo suficiente y por eso el papa esta puto, aquí maltratan mucho a los niños, yo con los míos no tengo problemas gracias a Dios. Además el papa y la mamá de ese niño son unos irresponsables, pues muchas veces con la plata que se ganan mendigando los tres hijos que tienen, prefieren meter bazuco y no pagan la pieza, por eso han tenido varios problemas con la administración y hasta les ha tocado dormir en la calle por irresponsables.

En la puerta de la pieza aparece una vecina joven de aspecto un tanto desaliñado, dirigiéndose a Marcela le dice: Marcela regálame un poquito de papel higiénico que no tengo; Marcela la mira y le dice mientras desenrolla un poco de papel: He avemaría a usted hay que regalarle hasta “pa” limpiase el culo. Cuando la muchacha se marcha comenta en voz baja:

Esa muchacha se llama Sandra, tenia una criatura muerta en el estomago, ella sentía dizque cólicos y cuando fue al medico le dijeron que no se explicaban como había sobrevivido, pues el feto llevaba muerto tres días… claro está que con tanta sopladera se muere hasta un caballo.

En la pieza marcada con el número doce vive Manuel Zapata, su esposa Noelia y tres de sus hijos, todos varones adolescentes, Manuel afirma:

Yo vivía en el barrio Santo Domingo, pero un grupo armado me hizo salir de allí, no me quedo más remedio que venirme para acá, pues me querían matar los muchachos, mi hija se enamoro de uno de esos bandidos y se quedo por allá, viene a visitarnos de vez en cuando, ella tiene quince años y ya esta esperando su primer hijo, espero que al menos el cabrón que la preño responda, pero según me han dicho es un irresponsable, pues tiene otros hijos con otras culigadas.

Manuel mira debajo de su cama y saca una caja de cartón, luego esculca en su interior hasta encontrar una formula médica plastificada: Mire yo tengo paranoia y me es difícil encontrar trabajo, pues en cualquier momento me dan recaídas, yo creo que adquirí eso cuando nos tuvimos que venir a media noche de Remedios, cualquier fin de semana  llegaron los paracos y nos dieron una hora para salir, escasamente sacamos los papeles. Desde entonces me dan unos miedos muy horribles que me tengo que meter bajo las cobijas y taparme.

En la pieza de Manuel y su familia se respira un fuerte olor a nicotina y alcohol, uno de los muchachos enciende un cigarrillo y explica: Aquí fumamos todos como chimeneas, además los cuchos y un hermano se toman los guarilaques…aquí venimos a morirnos. Noelia la madre, interrumpe al joven: mijo no diga eso que mientras haya salud hay esperanzas, otro de los adolescentes que esta recostado sobre un colchón contesta: si esperanzas de morirse de hambre, todos ríen de las palabras del joven incluso Noelia.

Sandra la joven desaliñada de la pieza catorce, que hace poco le pedía papel higiénico a Marcela baja a los lavaderos con una olla y dos platos sucios: voy a lavar esto antes de que se llenen los lavaderos de pirobas (dice), en su camino se encuentra con un hombre viejo de aspecto travestido que le reclama por un camiseta que se le perdió ¿he que le pasa? replica Sandra, acaso yo soy la única que lava ropa en este lavadero

La travesti se retira pero sentencia en voz alta, Que aparezca esa hijueputa camiseta o van a saber quien es Yesica Paola. Sin hacer el menor gesto por las palabras de Yesica, Sandra lava la olla y los platos al tiempo que relata:

Aquí lo que más se pierde es la ropa, hasta los calzones cagados se los llevan, el que da papaya le roban hasta la olla con la aguapanela adentro y todo, Sandra ha vivido toda su vida en inquilinatos, al igual que sus hermanos que ocupan también dos de las piezas de los Andes con sus respectivas familias.

Yo desde que me conozco he vivido aquí o en piezas de otras casas por aquí mismo, claro que de la que más recuerdos tengo es de esta, pues aquí se murió un parcero que yo quería mucho, eso fue una sobredosis, le dio un infarto y lo velaron en la sala del televisor. Aquí se han muerto varios inquilinos de sobredosis. Esta casa tiene muchos muertos encima… es que aquí si hay mucho gato.

Son las seis y treinta de la tarde y el patio comienza a llenarse de niños y niñas que llenan el espacio con su algarabía, esta es la hora de los locos  dice Sandra mientras se retira a su pieza.

Las primeras sombras se asoman en los corredores, y un olor a petróleo se confunde con el de la marihuana, es el olor característico de los fogones de en donde algunos afortunados empiezan a cocinar sus alimentos. Yesica Paola hace sonar sus tacones en el corredor, en la puerta de Los Andes comparte un cigarrillo con Sandra, quizás ya olvido su camiseta perdida, o simplemente la encontró.   

Un niño blanco y delgado, de unos doce años y de apariencia un tanto frágil, sale también hacia la calle, lleva su corto cabello castaño oscuro, peinado hacia un lado, la ropa humilde pero limpia, esparce a su paso aroma a jabón de baño, entre sus manos sostiene una pequeña caja de cartón con dulces y cigarrillos. Los que aún viven en Los Andes deben ganar su morada. Los muertos ya la ganaron en el olvido.

Juan Fernando Hernández

Arte Urbano Medellín

Documental sobre el estado del arte urbano en Medellín, a partir de tres miradas de artistas de la ciudad. 

Arte Urbano Medellín from Rodrigo Rieder Ospino on Vimeo.

Crónicas Urbanas

A finales de la década de los sesentas en Envigado, al joven Edilberto Arenas sus padres le tenían prohibido el alquiler de bicicletas, por eso a sus catorce años no sabia conducir una. Sin embargo eso a él no le preocupaba, más bien ocupaba su tiempo en estudiar y trabajar lavando las ollas de doña Dolores, una vecina que fabricaba arequipe.

Un día Edilberto le sugirió a Dolores, que le ayudara a buscar empleo en uno de los locales donde ella vendía el dulce. Dolores accedió, y le encargo un pote de arequipe que debía llevar al Salón de Té Versalles en Medellín. Al día siguiente el joven Edilberto tomó la escalera que salía cada hora para Medellín, eran los ocho de la mañana cuando salió de Envigado con el encardo de doña Dolores en busca del famoso Salón de Té, recorrió varias calles y aunque preguntaba una y otra vez por el negocio, solo lograba perderse aún más. Desesperado a eso de las tres de la tarde pidió ayuda a un policía quien personalmente lo llevó al Salón de Té Versalles, donde lo recibió Leonardo Nieto dueño del establecimiento, le ofreció un pastel de pollo y un refresco y luego le pregunto a Edilberto que si le interesaba trabajar en el negocio, a lo que el entusiasta muchacho respondió afirmativamente.       

Al día siguiente Edilberto, estaba en el local a  las cuatro de la madrugada. Durante tres días el muchacho que dejaría el puesto de mensajero, le enseñó la ruta de la distribución, le insistió que montara en bicicleta pero Edilberto sugirió que mejor seguía su entrenamiento a pie.

Llego el día en que debía asumir el puesto de mensajero, y aunque madrugaba más de lo normal, los pedidos siempre llegaban tarde. Preocupado por la demora del joven aprendiz, Leonardo Nieto le pregunto la causa de la demora, el joven se vio obligado entonces a responder con sinceridad que no sabia montar bicicleta: “Don Leonardo se indignó demasiado pero aun así fue muy compresivo y me dio un tiempo para que aprendiera, incluso me daba 15 centavos diarios para que yo alquilara bicicletas en Envigado, lo cual hice al escondido de mi familia”.      


Muchos fueron los tropiezos que Edilberto sufrió mientras aprendía a conducir la bicicleta para entregar los pedidos: “Me caía con frecuencia y se derramaban  los panes y  los pedidos por el suelo, una vez subí una mercancía catorce pisos (por las escaleras) porque tampoco sabía manejar un ascensor”.

A pesar de los tropiezos el joven Edilberto aprendió a conducir la pesada bicicleta del establecimiento y en solo dos semanas, ya entregaba los pedidos de forma tan rápida y eficaz que incluso le sobraba tiempo para atender otros oficios.  Tan eficiente fue su desempeño, que el mismo jefe le sugirió continuar sus estudios de bachillerato para que luego se especializara en repostería y manejos de alimentos en general, lo cual efectivamente hizo el joven, llegando a especializarse en Tecnología en Alimentos y Desarrollo Gerencial.

Edilberto lee los cambios de la ciudad a ojo de buen cubero y comparte su percepción sobre las transformaciones que ha vivido Junín:  

“El perfil de los visitantes de Junín ha cambiado mucho, recuerdo a principios de la década de los setenta, como a eso de las dos a cuatro de la tarde, llegaban las damas que vivían en el barrio Prado a tomar el té; este lo acompañaban con moritos, tostadas con mantequilla o mermelada, corazoncitos de hojaldre y otros productos de repostería fina. Cuando ellas se marchaban entre las cuatro media y cinco, llegaban las colegialas del Liceo Antioqueño que quedaba enseguida del teatro El Lido, ellas venían con el afán de encontrarse con Julio Cesar Luna, que era el galán de la época y quien frecuentaba a Versalles en compañía de otros personajes como Armando Moreno, Lalo Martel, todos argentinos, también venían a tertuliar Rodolfo Aicardy, el baladista Fernando Calle, el loco Gustavo Quintero y otros personajes de la vida pública de la ciudad y el país”.


Hoy Edilberto es el administrador de Versalles, negocio en el cual un día inició su vida laboral como mandadero siendo todavía un niño. Nunca pensó que su futuro estaría signado por los pedales y las ruedas de una pesada bicicleta, de la cual solo queda una fotografía que conserva su madre, la cual lo muestra en la calle Junín pedaleando hacia su destino. 

Juan Fernando Hernández   

Testigos Urbanos en Marginalia



Parece necesario dar una corta explicación a los lectores que se aventuren hasta estas encrucijadas. Las marginalias son notas, en las márgenes, de situaciones que por lo cotidianas y corrientes, en apariencia, carecen de importancia. No intentaremos contar como a “mi querido diario” lo que trae cada día y tampoco comentaremos las frustraciones o alegrías que deparan la actualidad deportiva, cultural, política o social. Las dos opciones con toda la validez que merecen, no son la nuestra. Nos encontraremos desde la ficción que abarca todas las actividades y está en todas partes, es seguro, entonces, que vamos a tratar todos los temas desde su óptica, desde su consideración y con el placer, eso esperamos, que produce leer un texto de ficción, poco importa el tema.






Testigo Urbano, es el nombre que me dio quien me descubrió. Tenía que llamarme de alguna manera y el que me dio no está mal. Hasta hoy nadie me llamó de ninguna manera porque es posible que nadie me haya visto. Si alguien me distinguió alguna vez se guardó el secreto o me tomó por uno de aquellos accidentes que por descuido ocurren en la ejecución de las obras públicas. Accidentes inexplicables que me dieron forma, textura, trazo, no digamos vida, que ahora me permiten navegar por el sutil espacio de la virtualidad.
Testigo Urbano suena bien como nombre y apellido. Somos muchos en las aceras y calles de las grandes y las pequeñas ciudades, basta con tropezar con ellos para que vivan. Quien me descubrió también me hizo notar que si ahora estoy aquí, también puedo estar en otro lugar más tarde y en otro al anochecer, no es que vaya de un lado para otro, no me muevo, es que los Testigos Urbanos somos lo mismo, a veces con formas distintas pero todos con texturas de cemento, de asfalto, de tierra, o dibujados por grietas, por charcos de agua lluvia o con adornos de metal que, por supuesto, nos hacen ver distintos. Sin embargo, somos el mismo, la esencia de lo que somos es la misma.
por: Darío Ruiz Gómez.

Ver, ¿pero qué es lo que vemos? “La vista, nos aclara Blanchot, nos retiene dentro de los límites de un horizonte.” Ya no vemos. Las falsas  imágenes han deteriorado el viejo significado de ver. No me refiero a la realidad una palabra despojada precisamente de realidad sino a aquello que estaba implícito en el acto de ver: aquello que ha estado con nosotros como una sombra compañera sin que lleguemos a saber qué es lo que nos indica o quiere indicarnos cuando avanzamos por una calle solitaria en medio de la lluvia o la neblina. Atget nos había adelantado algo sobre este hálito indefinible que acompaña nuestro cuerpo y se prolonga en el resplandor de la vitrina de un almacén de barrio, en el anuncio comercial del cual emana un aura indefinible. Sabíamos y ahora lo sabemos que la jungla de símbolos de la ciudad moderna esperaba ansiosa la mirada de aquel que había escapado de la mirada convencional  y había permitido que la sombra fuera más precisa al indicarnos en los grafismos de las aceras, en las manchas grasosas de los zaguanes, otras rutas diferentes a las codificadas por nuestros hábitos caseros.

Nos referimos a linajes que desconocemos y cuyas señas están colocadas en algún lugar que se nos ha ocultado debido a nuestra caída en lo obvio, a nuestra incapacidad para establecer  un diálogo con lo  que ha permanecido más allá de las apariencias. Tal vez por el temor a admitir que ese más allá de las apariencias nos mira también, lanza al espacio vagas señales que nunca logramos percibir en nuestra inconstancia hacia lo que entraña ver.


 Artistas como Fautrier, como Wols, como Tápies, buscaron denodadamente lo incógnito de las caligrafías inscritas en los procesos de la materia, en aquellos paisajes creados por la humedad y el polvo acumulado en los muros desgastados de una ciudad, imágenes escondidas como recuerda Leonardo Da Vinci y que una grieta delinea calmadamente, que una porosidad subraya para indicar la presencia de una realidad paralela que continuará determinándonos sin que lo sepamos. Pero como sucedió con Tápies el asombro inicial se convirtió en receta al uso y el misterio y las sugerencias de lo desconocido en tic “matérico”. Lo importante en la propuesta de Saúl Alvarez consiste en tratar de que la imagen que capta la cámara se mantenga inalterada, se niegue a ser manipulada con falsos efectismos dejando al espectador la tarea creadora de establecer asociaciones visuales, de reincorporar contrastes de recuerdos, de recrear desde otras instancias las ciudades inscritas en un trozo de acera.

La fotografía tiende inconscientemente a convertir los logros de un autor en normas establecidas para los demás tal como si el paisaje de hoy, de este ahora incierto, tuviera que ser visto con los ojos de los grandes paisajistas de ayer sin pensar que ya el paisaje original ha sido mancillado. El principio estético de volver a los inicios consiste entonces en lograr captar lo que no había sido captado, aquello que escapó a quienes redujeron la tarea de ver al acto de registrar mecánicamente un hecho, a quienes falsearon el resplandor del espectro para impostar un efecto supuestamente vanguardista. ¿No había que sobrepasar los límites de la vista? ¿No era necesario ver algo más que lo que ven los ojos? O sea documentar lo que no vemos, acercarnos a nuestro espectro y hacerlo familiar.
Ver es en el caso de estas fotografías y de estos textos acercarse a lo inquietante que puede estar disimulado en la más anodina de las diarias circunstancias, a ras de la oculta realidad de los caminos que certifican nuestros olvidados pies. ¿Qué se esconde detrás de una sombra? Seguramente tuvimos temor de detenernos y hacer la pregunta por temor a abandonar el lastre somnoliento de nuestras costumbres, pero la pregunta sigue ahí. Y el fantasma que nos habita se siente despreciado y en el momento menos pensado nos hará la zancadilla para que nos desmoronemos.  Esta es la enseñanza de Raymond Queneau, del ojo vertiginoso de Perec ¿qué se esconde detrás de la repetición compulsiva de la misma palabra, qué territorio impensado del texto se inaugura a partir de la supresión de la misma letra en todas las palabras? Como Sophie Calle deberemos un día continuar tras los pasos de ese personaje que cruza el parque y nos llevará hasta el encuentro en otra ciudad con el asesino que desconoce todavía su tarea. Para llegar a este espacio de la indagación donde la hipótesis se impone a la antropología y a las obviedades de la lingüística se necesita de un don especial: inteligencia y sensibilidad. Y de esto se trata en un libro que sólo aspira a ser descubierto por quienes no han sido cegados por las obviedades crasas de la ignorancia posmoderna. ¿Seremos capaces de dar el paso a un lado para sumergirnos llenos de escalofrío en el reino de lo indeterminado?