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Nos robaron los pulmones verdes

Darío Ruiz Gómez

Creo que en medio del infierno vehicular que diariamente debemos padecer los habitantes de esta ciudad seguimos constatando entre estupefactos y conmovidos que nos han expulsado de la ciudad donde nacimos, donde llegamos a crear afectos que creímos imperecederos y donde llegamos a caminar por calles que recordadas desde este vértigo actual nos parecen sacadas de un sueño sobre otras ciudades que el cine nos dio o sea no algo que se relaciona directamente con nuestra experiencia sino imágenes que logramos forjar en un intento de no perecer arrastrados por las ruinas del futuro. 

Lo primero que hizo el tranvía que mi adolescencia disfrutó  fue crear a su paso un paisaje acorde con sus recorridos para que el pasajero pudiera entregarse al arte de la ensoñación y para que desde los antejardines o las ventanas de las casas la mirada de una desconocida lograra secretamente consolarlo mientras regresaba a casa. Lo primero que hicieron los “diseñadores” del actual tranvía fue destruir el paisaje histórico que aquel tranvía había dejado como herencia, pusieron a funcionar el ángel de las ruinas, destruyendo lo que el tiempo había logrado consolidar. Observo la fachada agredida de una manzana y lo que veo es más que elocuente: entre la puerta y las ventanas, el nombre de un colegio, y flanqueándolo,  tres moteles baratos. ¿Cuántos de ellos se diseminan agresivamente al lado de bares sucios en un área calificada como sector de vida universitaria? Me detengo a mirar el trazado de la línea del tranvía y creo  estar viendo la desolada carretera que atraviesa un desierto norteamericano. Todo el tráfico fue desviado por Bomboná convirtiendo esta calle en un infierno imposible de atravesar y donde la vida del vecindario ha desaparecido en aras de un objeto abstracto  cuya única función será turística. Agredida la vida barrial y universitaria, la presencia de la delincuencia se pone de manifiesto en un pestilente olor a ordinariez,  la tranquila belleza de los lugares por donde caminaba el transeúnte han sido desalojados por este barullo. Si el sector había logrado desarrollarse conservando una escala humana inesperados y feos edificios han roto groseramente esta escala. ¿Cuántos años lucharon las Juntas de Vecinos para que se impidieran estos desafueros propiciados por funcionarios y negociantes inescrupulosos? ¿Para que La Playa y sus cercanías no fueran invadidas por esta basura agresiva? “Darío, me dice Elkin Restrepo ¿Tú has visto una ciudad más fea que Medellín?” Y le recuerdo la conclusión de Francois Choay después de recorrerla alucinada: “Esta no puede ser una ciudad”

¿Cómo pedirle belleza a quien detesta la belleza o la considera como algo superfluo? La destrucción de Medellín se inició hace treinta años con la permisibilidad sobre los usos mixtos gracias a la cual se concedieron licencias de funcionamiento a toda clase de chazas, burdeles, casas de juego tal como se produjo a lo largo de la Avenida Juan del Corral, de las calles Argentina y Bolivia, Perú, Boyacá, expresión del poder  del hampa organizada y posteriormente de un populismo que fue arrasando con el Centro y los distintos barrios. Si hubo dos o tres generaciones de grandes arquitectos que desde los años treinta crearon una noción de ciudad, la presencia de una gran arquitectura, una idea de planeación y de paisajismo urbano, una estructura vial adecuada a los derechos del peatón ¿Cómo nos robaron los pulmones verdes, las aceras y nos fueron confinando  en edificios en altura sin una vida cívica tal como se hizo con El Poblado? ¿Cómo nos robaron los espacios comunales mientras ha crecido la miseria y el intercambio social ya no existe? Geografías del miedo, segregación, una generación de arquitectos funcionarios que destruyeron toda idea de ciudad. Un Centro Comercial no es una ciudad.

¿Cómo nos robaron los pulmones verdes, las aceras y nos fueron confinando en edificios en altura sin una vida cívica tal como se hizo en El Poblado?

La ciudad verdadera


 Medellín sede del Foro Urbano Mundial. Foto Henry Agudelo. Septiembre 2012.

Darío Ruiz Gómez

El propósito de Albert Speer el arquitecto de Hitler fue muy preciso: arrasar las arquitecturas que conforman a través del tiempo el palimpsesto urbano para construir la nueva arquitectura, los nuevos escenarios de la sociedad aria. El maligno talento de Speer determinó los espacios propicios para los desfiles de las multitudes sometidas bajo la presencia de los símbolos nazis. Arrasar fue, también, curiosamente, aquello que alentó los bombardeos sobre trece ciudades alemanas por parte de la aviación Aliada, tal como lo recuerda en un texto magistral, “Sobre la historia natural de la destrucción”, G. W Sebald uno de los grandes escritores contemporáneos. El caso de Dresde arrasada por los bombardeos británicos supuso la muerte de 40. 000 habitantes. Fue en este punto, iniciada la Paz, donde, en el comienzo de una nueva vida no han dejado de plantearse dilemas morales como el del olvido y el perdón, el del silenciamiento de la tragedia para eludir responsables directos. Y, como corolario de esto, el problema de las víctimas.

Recordemos la insania con que las FARC durante las conversaciones de Paz del Caguán, se dedicó a destruir poblaciones enteras en un alarde diabólico de capacidad destructora, fusilamientos de población civil, cilindros de gas repletos de metralla, irrespeto al espacio sagrado de las iglesias. Nadie llegó a imaginar que la economía sometida a las leyes propias de los nuevos capitales se iría a convertir en las últimas décadas en una fuerza arrasadora tan insana como la que esos ejemplos ilustran. En este caso el consumismo ha supuesto el arrasamiento urbano, no para construir una nueva ciudad, para propiciar nuevas espacialidades sino para sustituir los espacios cívicos con simulacros escenificados, para destruir el barrio y convertirlo en lugares de aislamiento e insolidaridad, para destruir la belleza de las arquitecturas de las antiguas aristocracias y sustituirlas por el mal gusto de los nuevos ricos.

La demostración del poder de este tipo de capital que aquí se llamó “subterráneo”, se puso de presente con la presencia de los grandes capitales del narcotráfico en el comienzo de la especulación inmobiliaria hacia los años 80 y el arrasamiento de la malla urbana, de las arquitecturas vigentes para colocar a cambio una arquitectura anodina, curiosamente firmada por prestigiosas empresas de la construcción, por Alberts Speer de ínfima categoría estética. Este proceso de arrasamiento se detuvo, momentáneamente, con el asesinato de Lara Bonilla. Ya para estas fechas la Oficina de Planeación había desaparecido en sus funciones regularizadoras de estos cambios inesperados y dañinos y el suelo urbano comenzó a ser manipulado a su antojo por la nueva especulación.

Pero si observamos hoy la geografía colombiana, el arrasamiento del paisaje histórico, del perfil de las arquitecturas tradicionales, se produce, con la impostación de las manidas torres de vivienda, de lujosas unidades residenciales de fin de semana de estilos nórdicos, mexicanos. Creo que quedarse en el simple análisis de lo que significa, el concepto deformado de densificación, es quedarse en la superficie del problema olvidando que el verdadero fondo de estos desmanes lo constituye la presencia de capitales cuyos propietarios son tan efímeros como lo indica su origen inestable, la precariedad social de cada hornada de nuevos ricos que produce.

Rescatar de los politiqueros el concepto necesario y urgente de Planeación, con profesionales idóneos, conocedores de los nuevos usos, de las nuevas problemáticas urbanas, del significado real de las territorialidades a reconocer, la creación de un pensamiento crítico de estos desmanes y defensor de un crecimiento bajo parámetros para los cual es más importante la rehabilitación de sectores deprimidos, la resemantización de los barrios tradicionales, que, estas construcciones inhumanas que destruyen la ciudad verdadera, se constituye en la única respuesta posible para que sea propicia una nueva cultura ciudadana dentro de la pluralidad y el respeto a los demás.