1. Una noche, mientras no dormía, imágenes venidas de todas partes confundieron mi no sueño, me hicieron creer que soñaba pero no era así, las recordaba como si me hubiera encontrado en ellas, como espectador, claro está. Me encontraba al lado de una entrada secundaria custodiada por policías armados. No era un edificio principal, se trataba más bien de una edificación de segunda clase donde, por el ajetreo de los guardias, es posible que hubiera una cárcel o un juzgado o algo parecido. Por alguna razón que desconozco no me ven o simulan que no me ven. El movimiento alrededor es de nervios, la expectativa domina los policías y los civiles, que quizá también son policías, en los alrededores y sobre todo frente a la puerta donde me encuentro. De repente, pero después de anunciarlo por los radioteléfonos de los policías presentes, una caravana de automóviles blindados, negros, llegó. Los automóviles pasaron frente a la puerta y estacionaron en algún lugar más allá del edificio. En todos ellos venían agentes armados como para una guerra. Los cascos dificultaban ver sus caras o sus ojos, tampoco sus bocas, por lo que no puedo decir si estaban alegres o no. Todos iban con uniforme verde; los cascos, chalecos antibalas y armas de todos los calibres eran de color negro azul o verde oscuro. El gentío era poco menos que una parada militar desorganizada, más parecía una manifestación. ¿Qué pasa? Pregunté a un hombre en ropas de civil, calvo y grueso que esperaba a mi lado sin las afugias de los militares. Espere y verá, respondió y después de pensarlo bien agregó, si lo dejan quedarse ahí. Mientras el hombre me habló, los carros blindados siguieron llegando hasta que no hubo más espacio y todo quedó quieto, estatua. Entonces, como salido de la nada, un carro más negro y más blindado que los otros se detuvo frente a mí. El operativo se concentró en las puertas del automóvil que se deslizaron hacia atrás, militares armados hicieron una suerte de calle de honor por donde pasó, acompañado de otros militares también con cascos y pasamontañas negros, un hombre pequeño, casi redondo, vestido con camisa blanca y pantalón oscuro; la cabeza baja por el peso del bigote más grande que la cara o porque no quería que lo vieran, me dejó dudas. Creí que miraba al piso por su propia voluntad y que los militares lo guiaban, pero en el mismo momento en que pasó frente a mí hizo un esfuerzo por levantar la mirada pero uno de los militares se lo impidió. Sus ojos desmesurados no buscaban ver para donde lo llevaban, buscaban algo distinto que no logré distinguir. Ese fue el momento de la fotografía…
2. A la segunda fotografía llegué de manera inesperada, por fotografías interpuestas. Una de ellas fue de Billie Holiday. La encontré bajo un título “Canciones que cambiaron el mundo…”. Me llamó la atención porque me gusta cuando canta, hay un cierto arrastre en su voz que no tiene nadie más. “Strange fruit” es la canción que según el artículo cambió el mundo pero no,
sigue siendo tan cruel como la imagen que inspiró el poema al origen de la canción. La cambió a ella, al cabo de los años la cantó como si ella fuera el poema. La cantó por primera vez en el “Downbeat Club”, fue tan impactante que apenas terminó, abandonó la escena y se escondió a llorar en el baño de mujeres. La primera fotografía fue de Billie Holiday cantando esta canción en 1939 cuando apenas tenía veinticuatro años y su voz era un portento. La segunda fotografía, inspiró al autor del poema, un profesor blanco, judío, quien lo firmó con un seudónimo: Lewis Allan. Según el texto el primer título del poema fue: “Bitter fruit”, pero se conoció como: “Strange fruit”. El poema ya había sido cantado cuando llegó a manos Billie Holiday pero fue ella quien le dio la trascendencia que todo el mundo conoce. Otros cantantes lo han interpretado con mayor o menor fortuna. Pero esto es la historia y es, en pocas palabras, lo que narra el texto de Carlos Marcos.
La fotografía a la que me llevó la imagen de Billie Holiday acompaña ese texto y es pavorosa. Buena parte del público no observa la escena, tiene los ojos puestos en el fotógrafo, posa para la foto. Es de noche y por eso el fotógrafo estrena uno de los recién inventados flashes de bombilla que compró pocos días antes, sin embargo lleva como repuesto en el maletín el de polvo de magnesio por si el nuevo no funciona. El público lo mira mientras atornilla la cámara de cajón con los lentes en el tope del trípode para que no se mueva; se agacha detrás del cajón, cubre su cabeza con un paño rojo con arabescos para enfocar la imagen, calcular la luz y el encuadre; cuando constata que no se perderá nada de lo que debe salir en la foto, se descubre y coloca una placa de metal con la película en la ranura especial en el lado opuesto de los lentes; levanta el brazo con el flash nuevo y llama la atención de los presentes. No hubiera tenido que hacerlo porque muchos lo miraban desde su llegada y estaban preparados para el relumbrón. Un hombre que quizá fue solo al linchamiento, porque se trata de un linchamiento, mira el fotógrafo; una pareja de novios que asistieron a la acción también posan, lo mismo que los hermanos pequeños de la novia y posiblemente su mejor amiga. Uno de los dos hombres que conversa en primer plano, ajeno a los cuerpos colgados del árbol, se distrae cuando el fotógrafo llama y lo mira; una anciana y otro hombre más alejado de la cámara, entre el gentío, también miran. Como la luz del flash no va más allá de los cuerpos ahorcados del álamo en el parque principal de Marion en Indiana, la multitud se pierde en el segundo plano nocturno de la foto. Como si entraran en la imagen, aparecen dos ancianos que quizá van de compras, no hacen parte del linchamiento y miran con desdén los cuerpos desgonzados que cuelgan del árbol. Es agosto de 1930 y el calor es difícil de soportar aun en las noches, por eso quizá el aire de fiesta. Tomas Shipp y Abram Smith, eran los nombres de los dos negros linchados, …por algo los lincharon… debió decir alguno de los presentes, todos blancos. En ese momento relumbró el flash.
3. La tercera fotografía son varias fotografías de hombres y mujeres. No son retratos ni autorretratos. Son propaganda. Sin embargo sucede algo curioso con estas fotografías y los colores que las acompañan: por más esfuerzo que hacen para diferenciarse unos de otros: los
rojos de los amarillos y estos de los azules, los verdes o los naranjados, ninguno se quiere parecer al otro y además de las fotografías agregan mensajes alrededor para parecer distintos: son iguales, ni siquiera parecidos, iguales. Quien los ve termina por pensar que se trata de una sola persona en busca de la ubicuidad porque los ve en todas partes. Como las fotografías, retratos o autorretratos iguales; las frases que los acompañan son las mismas. Ni la intención ni el contenido cambian de una pancarta, un afiche, una valla, a otra desde hace años. Son frases que dichas y redichas generación tras generación, ya nadie cree. Mentiras que a fuerza de ser repetidas durante años no se convirtieron en verdades, como sucede con las mentiras; se convirtieron en promesas incumplidas que ya nadie espera. No sé, si alguno de estos señores y señoras que ponen su imagen en la vía pública con la esperanza de obtener el favor de quien los ve, ha pensado qué sería de ellos si en lugar de lo ya visto y oído dejan el espacio en blanco, marcado solo con las palabras “Vote en blanco” bien visible. Quizá obraría el efecto contrario, quizá aquellos a quienes piensan movilizar con sus imágenes y frases de siempre, creerían. Por lo menos eso, creerían. Por ahora, cada día que pasa se parecen más entre ellos. Llegará el día en que el ajetreo electoral termine y las fotografías, retratos o autorretratos iguales; lo mismo que sus frases, algunas con errores de ortografía, caigan en el olvido… Hasta la tanda siguiente de promesas…
Argumento. Un hombre contrata un fotógrafo para que le tome fotos sin que él se de cuenta. A los pocos días de iniciada la tarea el fotógrafo abandona porque en ninguna de las imágenes reconoce al hombre que lo contrató. Con la carta de renuncia comienza la historia…
• Pierre Alechinski, pintor belga, dice que la margen, él la llama “Marginalia”, es el espacio alrededor del cuadro donde se anotan historias, nombres, resúmenes, agregados, fechas o datos que conducen al interior. • Edgar Allan Poe recopiló en un pequeño libro titulado “Marginalia” reflexiones que en ocasiones publicó en revistas.
• Los “Argumentos” son historias que el lector de Marginalias completará como guste.
© Saúl Álvarez Lara / 2014
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La Marginalia
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NARRATIVAS, INTERDISCIPLINARIEDAD E INVESTIGACION
Testigos Urbanos en Marginalia
Parece necesario dar una corta explicación a los lectores que se
aventuren hasta estas encrucijadas. Las marginalias son notas, en las márgenes,
de situaciones que por lo cotidianas y corrientes, en apariencia, carecen de
importancia. No intentaremos contar como a “mi querido diario” lo que trae cada
día y tampoco comentaremos las frustraciones o alegrías que deparan la
actualidad deportiva, cultural, política o social. Las dos opciones con toda la
validez que merecen, no son la nuestra. Nos encontraremos desde la ficción que
abarca todas las actividades y está en todas partes, es seguro, entonces, que
vamos a tratar todos los temas desde su óptica, desde su consideración y con el
placer, eso esperamos, que produce leer un texto de ficción, poco importa el
tema.
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por: Saúl Alvarez Lara
Testigo Urbano, es el nombre que me
dio quien me descubrió. Tenía que llamarme de alguna manera y el que me dio no
está mal. Hasta hoy nadie me llamó de ninguna manera porque es posible que
nadie me haya visto. Si alguien me distinguió alguna vez se guardó el secreto o
me tomó por uno de aquellos accidentes que por descuido ocurren en la ejecución
de las obras públicas. Accidentes inexplicables que me dieron forma, textura,
trazo, no digamos vida, que ahora me permiten navegar por el sutil espacio de
la virtualidad.
Testigo Urbano suena bien como nombre
y apellido. Somos muchos en las aceras y calles de las grandes y las pequeñas
ciudades, basta con tropezar con ellos para que vivan. Quien me descubrió
también me hizo notar que si ahora estoy aquí, también puedo estar en otro
lugar más tarde y en otro al anochecer, no es que vaya de un lado para otro, no
me muevo, es que los Testigos Urbanos somos lo mismo, a veces con formas
distintas pero todos con texturas de cemento, de asfalto, de tierra, o
dibujados por grietas, por charcos de agua lluvia o con adornos de metal que,
por supuesto, nos hacen ver distintos. Sin embargo, somos el mismo, la esencia
de lo que somos es la misma.
por: Darío Ruiz
Gómez.
Ver, ¿pero qué es lo que vemos? “La vista, nos aclara Blanchot, nos
retiene dentro de los límites de un horizonte.” Ya no vemos. Las falsas imágenes han deteriorado el viejo significado
de ver. No me refiero a la realidad una palabra despojada precisamente de realidad
sino a aquello que estaba implícito en el acto de ver: aquello que ha estado
con nosotros como una sombra compañera sin que lleguemos a saber qué es lo que
nos indica o quiere indicarnos cuando avanzamos por una calle solitaria en
medio de la lluvia o la neblina. Atget nos había adelantado algo sobre este
hálito indefinible que acompaña nuestro cuerpo y se prolonga en el resplandor
de la vitrina de un almacén de barrio, en el anuncio comercial del cual emana
un aura indefinible. Sabíamos y ahora lo sabemos que la jungla de símbolos de
la ciudad moderna esperaba ansiosa la mirada de aquel que había escapado de la
mirada convencional y había permitido
que la sombra fuera más precisa al indicarnos en los grafismos de las aceras,
en las manchas grasosas de los zaguanes, otras rutas diferentes a las
codificadas por nuestros hábitos caseros.
Nos referimos a linajes que desconocemos y cuyas señas están colocadas
en algún lugar que se nos ha ocultado debido a nuestra caída en lo obvio, a
nuestra incapacidad para establecer un
diálogo con lo que ha permanecido más
allá de las apariencias. Tal vez por el temor a admitir que ese más allá de las
apariencias nos mira también, lanza al espacio vagas señales que nunca logramos
percibir en nuestra inconstancia hacia lo que entraña ver.
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Artistas como Fautrier, como Wols, como Tápies, buscaron denodadamente
lo incógnito de las caligrafías inscritas en los procesos de la materia, en
aquellos paisajes creados por la humedad y el polvo acumulado en los muros
desgastados de una ciudad, imágenes escondidas como recuerda Leonardo Da Vinci
y que una grieta delinea calmadamente, que una porosidad subraya para indicar
la presencia de una realidad paralela que continuará determinándonos sin que lo
sepamos. Pero como sucedió con Tápies el asombro inicial se convirtió en receta
al uso y el misterio y las sugerencias de lo desconocido en tic “matérico”. Lo
importante en la propuesta de Saúl Alvarez consiste en tratar de que la imagen
que capta la cámara se mantenga inalterada, se niegue a ser manipulada con
falsos efectismos dejando al espectador la tarea creadora de establecer
asociaciones visuales, de reincorporar contrastes de recuerdos, de recrear
desde otras instancias las ciudades inscritas en un trozo de acera.
La fotografía tiende inconscientemente a convertir los logros de un
autor en normas establecidas para los demás tal como si el paisaje de hoy, de
este ahora incierto, tuviera que ser visto con los ojos de los grandes
paisajistas de ayer sin pensar que ya el paisaje original ha sido mancillado.
El principio estético de volver a los inicios consiste entonces en lograr
captar lo que no había sido captado, aquello que escapó a quienes redujeron la
tarea de ver al acto de registrar mecánicamente un hecho, a quienes falsearon el
resplandor del espectro para impostar un efecto supuestamente vanguardista. ¿No
había que sobrepasar los límites de la vista? ¿No era necesario ver algo más
que lo que ven los ojos? O sea documentar lo que no vemos, acercarnos a nuestro
espectro y hacerlo familiar.
Ver es en el caso de estas fotografías y de estos textos acercarse a
lo inquietante que puede estar disimulado en la más anodina de las diarias
circunstancias, a ras de la oculta realidad de los caminos que certifican
nuestros olvidados pies. ¿Qué se esconde detrás de una sombra? Seguramente
tuvimos temor de detenernos y hacer la pregunta por temor a abandonar el lastre
somnoliento de nuestras costumbres, pero la pregunta sigue ahí. Y el fantasma
que nos habita se siente despreciado y en el momento menos pensado nos hará la
zancadilla para que nos desmoronemos.
Esta es la enseñanza de Raymond Queneau, del ojo vertiginoso de Perec
¿qué se esconde detrás de la repetición compulsiva de la misma palabra, qué territorio
impensado del texto se inaugura a partir de la supresión de la misma letra en
todas las palabras? Como Sophie Calle deberemos un día continuar tras los pasos
de ese personaje que cruza el parque y nos llevará hasta el encuentro en otra
ciudad con el asesino que desconoce todavía su tarea. Para llegar a este
espacio de la indagación donde la hipótesis se impone a la antropología y a las
obviedades de la lingüística se necesita de un don especial: inteligencia y
sensibilidad. Y de esto se trata en un libro que sólo aspira a ser descubierto
por quienes no han sido cegados por las obviedades crasas de la ignorancia
posmoderna. ¿Seremos capaces de dar el paso a un lado para sumergirnos llenos
de escalofrío en el reino de lo indeterminado?
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