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La Calle, el Barrio y la Revolución Urbana del ciudadano a pié

REGRESANDO A LA CIUDAD
Darío Ruiz Gómez

En Medellín el peatón no debe de ser un actor de reparto
Hace muchos años Luis Racionero al analizar la problemática de la ciudad recordaba que la revolución urbana contra el centralismo, comenzaba por la calle y luego por el barrio, o sea, sacando de las generalizaciones de los planificadores, la realidad de una calle que a través de la vida de sus vecinos se había llenado de significados intangibles. Y, el barrio como el núcleo urbano donde la historia de cada calle fundamentaba una  trama  que se visibilizaba en el uso común de los espacios, generando así la identificación en una experiencia compartida. Músicas, ritos, la presencia de los muertos, de los ausentes pero a la vez la fresca presencia de niños y jóvenes reconociéndose en un territorio sentimental. La revolución urbana que el pensamiento de Henry Lefevbre adelantó con su implacable análisis sobre la deshumanización de la ciudad, sobre el alcance dañino que nacía de la visión de planificadores que desconocían la verdadera realidad de la calle y el barrio, comenzó por la visión in situ de los espacios urbanos, de los lenguajes de las esquinas y de una morfología opuesta a la racionalización abstracta de la ciudad.

El Concejo de la ciudad debía ser por lo tanto ya no la hegemonía de los grupos de poder económicos y políticos sino la expresión y representación necesaria de la pluralidad de voces provenientes de cada grupo social, de cada calle y barrio, la representación decisiva de las mujeres, de los trabajadores, de las clases medias. O sea la presencia viva de la ciudadanía y no de grupos de oportunistas llevados allí por la inercia de una perversión de la idea de política. A estas consideraciones debemos agregar la discusión sobre el concepto de centro-periferia, decisivo en  la incorporación  de los barrios para hacerlos parte de la dinámica de la ciudad, y,  la visibilización de lo que era considerado como borde, afuera. O sea espacios condenados a la segregación. Por esto se habló de la transparencia como la necesidad democrática de derrumbar barreras, obstáculos que impedían el derecho a la libre circulación, a la integración de los diversos territorios de la ciudad, conservando su diversidad y desde éste el derecho a la equidad.

Plantear el problema de las identidades y las diferencias suponía no un enfrentamiento entre lo público y lo privado sino el darse cuenta del enriquecimiento espiritual que supone el reconocimiento de los Otros, la aceptación de las diferencias, contra la visión unidimensional de la sociedad, el desconocimiento del aporte de los nuevos grupos sociales  y el reconocimiento de los desplazados, de los llegados de otras regiones. Lo que lleva a una reconsideración de las territorialidades, al reconocimiento necesario de los nuevos actores urbanos. La densificación absurda de los Planes Parciales, que volvió a desmembrar la ciudad, no tuvo como premisa nuevas vías, calzadas peatonales para hacer frente a la desbocada movilidad, ni tuvo presente esta diversidad social.

Lo que desnudó el hecho de carecer de una verdadera infraestructura física puesta de manifiesto en la incapacidad de adaptación al terreno, desaparecidas disciplinas necesarias como la ingeniería hidráulica, los verdaderos estudios geológicos, a través de los cuales se hubieran evitado  agresiones contra el medio ambiente que han llevado a desastres tan terribles como el de Space. La ciudad capitalista señaló Marx hace más de un siglo se caracteriza por cambiar el valor de uso de los espacio cívicos por el valor de cambio que lo convierte todo en mercancía. Volver a ver la ciudad supone des-ideologizar la mirada y descubrir que el pálpito de la vida urbana siempre estuvo ahí, en la ciudad real que diariamente consagra y legitima el ciudadano de a pié. 

La Fealdad de una urbe abstracta


Como “blasée” definió Simmel al  ciudadano  indiferente  ante lo que sucede a su alrededor, ese ciudadano para el cual le son indiferentes, la corrupción, el caos, la fealdad urbana, ciudadanos de una formación académica, empresarios, quienes consideran que referirse a problemas como el caos vial, la pérdida de las áreas verdes, o sea los problemas de la ciudad en que viven, le deben ser ajenos porque son propios de gentes vulgares. Este tipo de conducta, insensibilizada, desgraciadamente, ha  afectado a gran parte de aquella población que  padece cada día el deterioro de su calidad de vida, porque, además, la relación entre ciudadanía y gobierno de la ciudad, ha venido siendo sustituida por organizaciones politizadas, por instituciones de falsa representatividad, que disfrazan la realidad con una retórica claramente populista.

Que se engañe a los ciudadanos pavimentando chapuceramente unas vías, que se utilicen pésimos materiales en la construcción de puentes y sardineles, que se pierda el dinero de unos estoperoles luminosos que salvarían vidas en un cruce de vías, que se arruinen los jardines por falta de mantenimiento, es la indicación de la desidia burocrática pero también la prueba que se coloca a nuestra capacidad de reacción ética ante lo que constituye una corrupción. Cuando se protesta una y otra vez ante los funcionarios, sin encontrar respuesta, puede ser el comienzo de nuestra entrada en la apatía cívica, pero ante todo la certificación de que los funcionarios han abandonado el funcionamiento de la ciudad.

La tarea fundamental de una sociedad consiste en la construcción de una vida cotidiana hecha de confianza en los espacios para el diario transcurrir, para ese silencioso intercambio social que se produce en las calles, entre el bullicio de las distintas actividades, entre la infinidad de voces, la bulla de las conversaciones en cafeterías, restaurantes, los ecos vivos y cambiantes que se constituirán con el paso del tiempo en nuestro gran patrimonio intangible porque lo que certifica que la ciudad  vive no son los altos y mudos edificios que son la negación de lo urbano sino, como recuerda Castells, la vida de las calles, el tejido social. O sea los lugares donde aún persiste la virtud de la solidaridad, la capacidad de bautizar los lugares con nombres surgidos del afecto y no de nomenclaturas abstractas. Porque estoy hablando de virtudes humanas que no han desaparecido pero que son agredidas permanentemente por los planificadores de una ciudad abstracta, que, es la conclusión a la que podemos llegar hoy en Medellín.

¿De qué modelo de ciudad pueden hablar los antropólogos foucolianos, los semánticos, los supuestos imitadores de ese fracaso urbanístico que es Barcelona?  La otra ciudad que ha sido ignorada, estigmatizada, reducida a una estampa de sicarios de telenovela, la ciudad construida con tipologías surgidas de usos y costumbres propias y no de patrones abstractos, esa ciudad de calles y vecinos merece un close-up que nos permita reconocer que sigue viva y es un modelo de ciudad que hay que defender. ¿De qué modelo de ciudad hablamos, disfrazando los efectos nocivos de un POT planteado solamente bajo un concepto especulativo o sea desconocedor de estas realidades sociales, de estas virtudes urbanas, desconocidas por Planes Parciales manipulados por  “especialistas” que sólo justificaban la densificación para destruir el tejido urbano? Si no hay un pensamiento que parta de considerar que la ciudad no es una empresa comercial que debe ser manejada por ejecutivos, sino, un proyecto para la vida ciudadana  plural, incluyente, metropolitana, y, que la tarea del funcionario público consiste en defender  los derechos del ciudadano de la voracidad de la especulación, recordando que las obras públicas no son cuantiosos contratos a veinte años sino soluciones racionalmente planteadas para el futuro inmediato, si no contamos con un modelo de ciudad para los ciudadanos, entonces creo que debemos rezar para que Batman regrese a Ciudad Gótica y nos saque de esta oscuridad.