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Ciudad de Letras.

Gitano Urbano: Poeta del Hombre: Registro de Ciudad.

Ciudad de letras es un documental de creación que cuenta la historia del poeta Leo Castillo en su trasegar literario y vital por los laberintos de una ciudad tan intangible como real. La narración intenta escribir versos visuales a un ritmo vertiginoso y sin rima para revelar una experiencia de vida extrema en una ciudad sin puntos ni comas.

Crónicas Urbanas

Ya no esta en su casita.


La Nacha y su hábitat doméstico, eran un nicho de memoria palpitante, un relato nostálgico de un pasado glamoroso de arrabal y pasional de Medellín. La calle Lovaina en la cual se encuentra la casa, vio transitar las meretrices más buscadas de la ciudad, algunas de ellas inmortalizadas en los cuadros de Débora Arango, Fernando Botero, o en las líneas literarias que buscaban la prostituta de la historia perfecta, la mujer de cuatro en conducta. 

Las palabras de La Nacha, revelaban en esencia una persona sola; pero que habitaba en compañía. Sus relaciones de tipo doméstica y afectiva fueron del orden económico, el trato y las relaciones con los inquilinos siempre estuvieron en el plano de clientes. La noche y sus encantos le había traído tantos desamores y mentiras que toda sonrisa de amistad le parecía sospechosa.  

Una pregunta rondaba el aire, al escuchar la voz gastada y ronca de ese viejo travestí, que era todo un referente de recuerdos de la vieja calle Lovaina: ¿qué construcción de memoria habitaba en los afectos y recuerdos de La Nacha?

Esa  memoria del entorno, y en el su inquilinato, parecían haber moldeado un hábitat particular adecuado por La Nacha: ¿cual prevalecía en su caso?, ¿la memoria colectiva?, ¿la memoria particular?, ¿las relaciones con sus inquilinos?

Como indica su cedula Armando Ignacio Franco, más conocido como La Nacha, nació un diez de junio de 1922, en la ciudad de Medellín, pero gran parte de su niñez la vivió en Riónegro, Antioquia. 

A Lovaina, La Nacha llegó en el año 1936, cuando contaba con catorce o quince años. Primero desempeño varios oficios en los lupanares, fue mandadero, empleado doméstico y portero entre otros. Las madames que administraban las casas de placer, gustaban de emplear como mandaderos a muchachos amanerados, ya que eran delicados en el trato con la clientela y además no solían tener relaciones pasionales con las muchachas.

Su madre Carmen Franco, solía decirle desde pequeño que era muy buen mozo y que se casaría y tendría hijos. La Nacha comentaba al respecto: Desde pequeño nunca me gusto el calor de la mujer. ¿Quizás por eso fui desgraciado?[1]

La Nacha prefería hablar poco de su familia; sin embargo dejaba entrever que perdió un hermano militar, ese hermano dejo dos hijos; los sobrinos de La Nacha a los cuales ya no reconocía, según sus palabras: Si pasan junto a mi lado, no los reconozco. La pérdida más dolorosa en su vida, la constituyó sin duda la muerte de su madre: Aún cuando estoy en misa, se me viene a la memoria el recuerdo de mi madre y me corren los lagrimones.

La Nacha asistió mientras pudo, a misa todos los domingos en la mañana a la iglesia El Sagrario del barrio Sevilla, se sentía molesta cuando debido a su progresiva pérdida de la vista, tropezaba y caía: Sufro mucho porque a veces me caigo, ya que pierdo el control, ¡pum!. De un momento al otro en el suelo. Entonces la gente dice ¡mira se cayó La Nacha, Jua, jua, jua! ...y yo por dentro que me quiero condenar de la ira.

Sus ojos claros ya seniles, buscaban formas y luz entre los lavadores de taxis de la calle Lovaina que reemplazaron las prostitutas y los maricas de antaño, ahora fantasmas que vagan en el olvido.

Sin más enemigos que los maleficios de la terrible Rosa, [2] La Nacha vivió sus días entre la atención que le robaba el inquilinato y los recuerdos de un pasado, que parecían escenas de una película que se vieron hace un mes. Bajando el tono de la voz, como si temiera que la escuchase algún fantasma comentaba sobre la terrible Rosa: Me manda todo tipo de maldiciones, dizque para que yo me quede ciega y se me caiga el pelo. Sin embargo aún me puedo hacer una cola en el cabello.
La casa de la Nacha y la calle Lovaina: dos lugares de memoria para la ciudad.
La primera propietaria de la casa fue Rosa Cardona, la señora Cardona compró el lote a la Sociedad Barrio Pérez Tríana. Ya desde la segunda década del siglo XX, se venían ofreciendo lotes para vivienda de autoconstrucción en lo que inicialmente se llamaría barrio Pérez Triana. La calle Lovaina se trazaría a comienzos de 1920. Antes de urbanizarse el lugar ya era conocido, tanto por su vecindad con el Cementerio de los ricos, así como por sus famosos baños y cantinas.

La casa de La Nacha en el periodo comprendido entre 1940 y 1950, no se hallaba dentro de la categoría de casas que se calificaban como casas de familias decentes, la casa pasaría luego a ser propiedad de la señora Ligia Sierra.

La fama de la calle Lovaina, transcendió las barreras de lo local, durante los años treinta y principios de los cuarenta, fue sitio visitado por propios y extraños, atraídos por las mujeres y los aires de intelectualidad que se vivía en los burdeles. Incluso hubo quienes frecuentaban la zona hasta en el plano familiar. La Nacha recuerda: Cuando eso el barrio era muy lindo. Allí en toda la esquina había un cenadero, venia el alcalde, el gobernador con sus hijas, sus hijos, sus mujeres a tomar chocolate, eso era lo único bueno que habido por aquí.

La Nacha le gustaba pararse en la puerta de su casa, se ponía feliz cuando la saludaban y ella contestaba el saludo de todos. Allí estaba, tratando de encontrar remedio a su progresiva ceguera, en la luz de una calle que ilumino su vida desde su adolescencia, sus amores soñados y quizás no olvidados, así como las pasiones vividas y fugadas de sus recuerdos.
Con sus propias y sencillas palabras, definía el valor de su casa trayendo a la memoria personajes de la historia del Medellín de arrabal: En esa época,  las mujeres todas muy hermosas, en esta casa estuvieron Lilia Pintuco Y Marta La Pintuco...he Avemaría que eleganciaaa...       
    
Al cambiarse la casa como inquilinato, la cocina fue convertida en alcoba, cuya parte del poyo se observa aún al final del corredor, el comedor fue arreglado también como habitación. La casa por lo tanto carece de cocina exterior y anteriormente cuando en ella habitaban inquilinos con familias, estas cocinaban en el interior de las piezas. 

La Nacha fue perdiendo la autonomía de su casa, confundía las voces de sus fantasmas interiores con las de sus inquilinos, el cansancio inevitable de los años desdibujo su voz ronca, su pasado de maquillaje y amantes se desvaneció entre las paredes de su casa otrora burdel y ahora vetusto inquilinato.   

A mediados del 2011, La Nacha perdió definitivamente la lucha por permanecer en su casita, esa entrañable presencia viva tan suya de la cual dijo algún día: A mi no me inviten a salir, escasamente voy a misa los domingos por la mañana. Aquí en la casa tengo todo lo que necesito.

Se la llevaron a un ancianato, para poder velar por su cuerpo tan ajado como la calle Lovaina. Ya no esta en el umbral de la puerta saludando a todos con su particular coquetería. La calle Lovaina continua en cambio agitada con sus lavadores de taxis, los mecánicos y los inquilinatos, pronto vendrá el Plan Parcial… La Nacha ya no esta en su casita.
Juan Fernando Hernández   
juferh@yahoo.com

[1]Entrevista con Armando Ignacio Franco La Nacha. Medellín Octubre 10, 2009.
[2] Alfonso o La Rosa, otro de los travestís del sector, vivió anteriormente en la casa que hoy ocupa La Nacha. Según la versión de esta última, cuando La Rosa se dio cuenta que los dueños de la casa le habían dicho a La Nacha que se quedara allí y que la administrara para ella hasta que se muriera, La Rosa encolerizo y se declaro enemiga de La Nacha         

Crónicas Urbanas

A finales de la década de los sesentas en Envigado, al joven Edilberto Arenas sus padres le tenían prohibido el alquiler de bicicletas, por eso a sus catorce años no sabia conducir una. Sin embargo eso a él no le preocupaba, más bien ocupaba su tiempo en estudiar y trabajar lavando las ollas de doña Dolores, una vecina que fabricaba arequipe.

Un día Edilberto le sugirió a Dolores, que le ayudara a buscar empleo en uno de los locales donde ella vendía el dulce. Dolores accedió, y le encargo un pote de arequipe que debía llevar al Salón de Té Versalles en Medellín. Al día siguiente el joven Edilberto tomó la escalera que salía cada hora para Medellín, eran los ocho de la mañana cuando salió de Envigado con el encardo de doña Dolores en busca del famoso Salón de Té, recorrió varias calles y aunque preguntaba una y otra vez por el negocio, solo lograba perderse aún más. Desesperado a eso de las tres de la tarde pidió ayuda a un policía quien personalmente lo llevó al Salón de Té Versalles, donde lo recibió Leonardo Nieto dueño del establecimiento, le ofreció un pastel de pollo y un refresco y luego le pregunto a Edilberto que si le interesaba trabajar en el negocio, a lo que el entusiasta muchacho respondió afirmativamente.       

Al día siguiente Edilberto, estaba en el local a  las cuatro de la madrugada. Durante tres días el muchacho que dejaría el puesto de mensajero, le enseñó la ruta de la distribución, le insistió que montara en bicicleta pero Edilberto sugirió que mejor seguía su entrenamiento a pie.

Llego el día en que debía asumir el puesto de mensajero, y aunque madrugaba más de lo normal, los pedidos siempre llegaban tarde. Preocupado por la demora del joven aprendiz, Leonardo Nieto le pregunto la causa de la demora, el joven se vio obligado entonces a responder con sinceridad que no sabia montar bicicleta: “Don Leonardo se indignó demasiado pero aun así fue muy compresivo y me dio un tiempo para que aprendiera, incluso me daba 15 centavos diarios para que yo alquilara bicicletas en Envigado, lo cual hice al escondido de mi familia”.      


Muchos fueron los tropiezos que Edilberto sufrió mientras aprendía a conducir la bicicleta para entregar los pedidos: “Me caía con frecuencia y se derramaban  los panes y  los pedidos por el suelo, una vez subí una mercancía catorce pisos (por las escaleras) porque tampoco sabía manejar un ascensor”.

A pesar de los tropiezos el joven Edilberto aprendió a conducir la pesada bicicleta del establecimiento y en solo dos semanas, ya entregaba los pedidos de forma tan rápida y eficaz que incluso le sobraba tiempo para atender otros oficios.  Tan eficiente fue su desempeño, que el mismo jefe le sugirió continuar sus estudios de bachillerato para que luego se especializara en repostería y manejos de alimentos en general, lo cual efectivamente hizo el joven, llegando a especializarse en Tecnología en Alimentos y Desarrollo Gerencial.

Edilberto lee los cambios de la ciudad a ojo de buen cubero y comparte su percepción sobre las transformaciones que ha vivido Junín:  

“El perfil de los visitantes de Junín ha cambiado mucho, recuerdo a principios de la década de los setenta, como a eso de las dos a cuatro de la tarde, llegaban las damas que vivían en el barrio Prado a tomar el té; este lo acompañaban con moritos, tostadas con mantequilla o mermelada, corazoncitos de hojaldre y otros productos de repostería fina. Cuando ellas se marchaban entre las cuatro media y cinco, llegaban las colegialas del Liceo Antioqueño que quedaba enseguida del teatro El Lido, ellas venían con el afán de encontrarse con Julio Cesar Luna, que era el galán de la época y quien frecuentaba a Versalles en compañía de otros personajes como Armando Moreno, Lalo Martel, todos argentinos, también venían a tertuliar Rodolfo Aicardy, el baladista Fernando Calle, el loco Gustavo Quintero y otros personajes de la vida pública de la ciudad y el país”.


Hoy Edilberto es el administrador de Versalles, negocio en el cual un día inició su vida laboral como mandadero siendo todavía un niño. Nunca pensó que su futuro estaría signado por los pedales y las ruedas de una pesada bicicleta, de la cual solo queda una fotografía que conserva su madre, la cual lo muestra en la calle Junín pedaleando hacia su destino. 

Juan Fernando Hernández   

Testigos Urbanos en Marginalia



Parece necesario dar una corta explicación a los lectores que se aventuren hasta estas encrucijadas. Las marginalias son notas, en las márgenes, de situaciones que por lo cotidianas y corrientes, en apariencia, carecen de importancia. No intentaremos contar como a “mi querido diario” lo que trae cada día y tampoco comentaremos las frustraciones o alegrías que deparan la actualidad deportiva, cultural, política o social. Las dos opciones con toda la validez que merecen, no son la nuestra. Nos encontraremos desde la ficción que abarca todas las actividades y está en todas partes, es seguro, entonces, que vamos a tratar todos los temas desde su óptica, desde su consideración y con el placer, eso esperamos, que produce leer un texto de ficción, poco importa el tema.






Testigo Urbano, es el nombre que me dio quien me descubrió. Tenía que llamarme de alguna manera y el que me dio no está mal. Hasta hoy nadie me llamó de ninguna manera porque es posible que nadie me haya visto. Si alguien me distinguió alguna vez se guardó el secreto o me tomó por uno de aquellos accidentes que por descuido ocurren en la ejecución de las obras públicas. Accidentes inexplicables que me dieron forma, textura, trazo, no digamos vida, que ahora me permiten navegar por el sutil espacio de la virtualidad.
Testigo Urbano suena bien como nombre y apellido. Somos muchos en las aceras y calles de las grandes y las pequeñas ciudades, basta con tropezar con ellos para que vivan. Quien me descubrió también me hizo notar que si ahora estoy aquí, también puedo estar en otro lugar más tarde y en otro al anochecer, no es que vaya de un lado para otro, no me muevo, es que los Testigos Urbanos somos lo mismo, a veces con formas distintas pero todos con texturas de cemento, de asfalto, de tierra, o dibujados por grietas, por charcos de agua lluvia o con adornos de metal que, por supuesto, nos hacen ver distintos. Sin embargo, somos el mismo, la esencia de lo que somos es la misma.
por: Darío Ruiz Gómez.

Ver, ¿pero qué es lo que vemos? “La vista, nos aclara Blanchot, nos retiene dentro de los límites de un horizonte.” Ya no vemos. Las falsas  imágenes han deteriorado el viejo significado de ver. No me refiero a la realidad una palabra despojada precisamente de realidad sino a aquello que estaba implícito en el acto de ver: aquello que ha estado con nosotros como una sombra compañera sin que lleguemos a saber qué es lo que nos indica o quiere indicarnos cuando avanzamos por una calle solitaria en medio de la lluvia o la neblina. Atget nos había adelantado algo sobre este hálito indefinible que acompaña nuestro cuerpo y se prolonga en el resplandor de la vitrina de un almacén de barrio, en el anuncio comercial del cual emana un aura indefinible. Sabíamos y ahora lo sabemos que la jungla de símbolos de la ciudad moderna esperaba ansiosa la mirada de aquel que había escapado de la mirada convencional  y había permitido que la sombra fuera más precisa al indicarnos en los grafismos de las aceras, en las manchas grasosas de los zaguanes, otras rutas diferentes a las codificadas por nuestros hábitos caseros.

Nos referimos a linajes que desconocemos y cuyas señas están colocadas en algún lugar que se nos ha ocultado debido a nuestra caída en lo obvio, a nuestra incapacidad para establecer  un diálogo con lo  que ha permanecido más allá de las apariencias. Tal vez por el temor a admitir que ese más allá de las apariencias nos mira también, lanza al espacio vagas señales que nunca logramos percibir en nuestra inconstancia hacia lo que entraña ver.


 Artistas como Fautrier, como Wols, como Tápies, buscaron denodadamente lo incógnito de las caligrafías inscritas en los procesos de la materia, en aquellos paisajes creados por la humedad y el polvo acumulado en los muros desgastados de una ciudad, imágenes escondidas como recuerda Leonardo Da Vinci y que una grieta delinea calmadamente, que una porosidad subraya para indicar la presencia de una realidad paralela que continuará determinándonos sin que lo sepamos. Pero como sucedió con Tápies el asombro inicial se convirtió en receta al uso y el misterio y las sugerencias de lo desconocido en tic “matérico”. Lo importante en la propuesta de Saúl Alvarez consiste en tratar de que la imagen que capta la cámara se mantenga inalterada, se niegue a ser manipulada con falsos efectismos dejando al espectador la tarea creadora de establecer asociaciones visuales, de reincorporar contrastes de recuerdos, de recrear desde otras instancias las ciudades inscritas en un trozo de acera.

La fotografía tiende inconscientemente a convertir los logros de un autor en normas establecidas para los demás tal como si el paisaje de hoy, de este ahora incierto, tuviera que ser visto con los ojos de los grandes paisajistas de ayer sin pensar que ya el paisaje original ha sido mancillado. El principio estético de volver a los inicios consiste entonces en lograr captar lo que no había sido captado, aquello que escapó a quienes redujeron la tarea de ver al acto de registrar mecánicamente un hecho, a quienes falsearon el resplandor del espectro para impostar un efecto supuestamente vanguardista. ¿No había que sobrepasar los límites de la vista? ¿No era necesario ver algo más que lo que ven los ojos? O sea documentar lo que no vemos, acercarnos a nuestro espectro y hacerlo familiar.
Ver es en el caso de estas fotografías y de estos textos acercarse a lo inquietante que puede estar disimulado en la más anodina de las diarias circunstancias, a ras de la oculta realidad de los caminos que certifican nuestros olvidados pies. ¿Qué se esconde detrás de una sombra? Seguramente tuvimos temor de detenernos y hacer la pregunta por temor a abandonar el lastre somnoliento de nuestras costumbres, pero la pregunta sigue ahí. Y el fantasma que nos habita se siente despreciado y en el momento menos pensado nos hará la zancadilla para que nos desmoronemos.  Esta es la enseñanza de Raymond Queneau, del ojo vertiginoso de Perec ¿qué se esconde detrás de la repetición compulsiva de la misma palabra, qué territorio impensado del texto se inaugura a partir de la supresión de la misma letra en todas las palabras? Como Sophie Calle deberemos un día continuar tras los pasos de ese personaje que cruza el parque y nos llevará hasta el encuentro en otra ciudad con el asesino que desconoce todavía su tarea. Para llegar a este espacio de la indagación donde la hipótesis se impone a la antropología y a las obviedades de la lingüística se necesita de un don especial: inteligencia y sensibilidad. Y de esto se trata en un libro que sólo aspira a ser descubierto por quienes no han sido cegados por las obviedades crasas de la ignorancia posmoderna. ¿Seremos capaces de dar el paso a un lado para sumergirnos llenos de escalofrío en el reino de lo indeterminado?






Río Aburra Sur, en la confluencia de la Santa Elena y la Iguaná.
 Procesamineto digital.  Foto: Víctor Jiménez. 2007.
¿Es Medellín una ciudad mítica a la par -pero a diferente escala- que París? Roger Caillois, ese autor inquietante y siempre indefinible (André Breton lo calificaría sucesivamente de “literato de viejo cuño”, “brújula mental”, “espíritu lúcido y audaz”) al que los latinoamericanos debemos la traducción francesa de Jorge Luis Borges y una espléndida Antología del Cuento Fantástico (Editorial Suramericana. Buenos Aires, 1969). Nos señala al respecto que un espacio urbano reviste dicha connotación sólo si consigue conjurar los poderes de la memoria y la imaginación a su favor, configurándose como resistente o irreductible al paso inexorable del tiempo. En lo que a París, Mito Moderno se refiere, Caillois enumera los valiosos aportes que en tal sentido le hicieron algunos de los grandes poetas y novelistas del siglo XIX, como Lautréamont, Baudelaire, Hugo o Balzac, al igual que los autores más notorios del folletín y la novela negra y policíaca.

Poéticas de Río, Puente y Montaña.
Collage y Procesamiento digital. Fotos: Víctor Jiménez. 2007.
¿Puede decirse otro tanto de Medellín, ciudad del interior de Colombia, fundada el 2 de noviembre de 1675 en dos poblados diferentes al sur y al norte de un valle interandino, que desde sus orígenes mismos ha sido tema o motivo de evocación e inspiración – y simultáneamente, de desaire y desamor – para muchos escritores colombianos entre los que se encuentran los más grandes como Tomás Carrasquilla, Fernando González, Porfirio Barba Jacob o León de Greiff?

Para quienes hemos nacido o vivido desde siempre en Medellín, resulta evidente el carácter antagónico, dualista, conflictivo, maniqueo de la ciudad, al enfrentar a cada paso situaciones extremas de la condición humana que rara vez se reconcilian en una síntesis esclarecedora o por lo menos creativa. Ciudad plutónica como la denomina uno de sus escritores actuales, donde los aspectos oscuros, tenebrosos de la realidad se vuelven asunto cotidiano (hombre vea yo le digo, vivir en Medellín es ir uno rebotando por esta vida muerto. Yo no inventé esta realidad, ella me inventó a mí – Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios. Página 89) también en ella – y más que en otras ciudades iberoamericanas – se vuelve posible, por pura antítesis, tener la vivencia de la luz y la claridad paradisíacas. 

Eso parece haberle sucedido al poeta neozelandés Ron Riddell (Auckland, Nueva Zelandia. 1949) autor del libro El Milagro de Medellín y Otros Poemas (Todográficas Medellín, 2002) que reúne poemas escritos en Nueva Zelanda y en Colombia respectivamente. El poeta quien fuera invitado a participar en el XI Festival Internacional de Poesía, el año 2001; ha regresado ya dos veces a esta ciudad que, confiesa, lo ha hechizado o encantado (lo que ocurre por lo general cuando el “encanto” se personifica en la figura de una mujer amada) y de la que contrariamente a los poetas locales que sólo perciben su lado oscurantista e inquisitorial, él ha captado su aspecto luminoso o paradisíaco, corroborando quizás a Barbey de Aurevilly en eso de afirmar que el infierno es el cielo en hueco.


Río Aburrá Norte, Barranquilla y Quitasol.
Procesamiento digital. Foto: Víctor Jiménez. 2007
Al lado de hermosos poemas escritos en un lenguaje transparente, con una penetración cuasi-mística del paisaje andino y neozelandés, El Milagro de Medellín es un poema relativamente extenso, donde nos paseamos por calles laberínticas, plazoletas desiertas o abarrotadas de gente, templos e iglesias (Medellín tiene 150 iglesias “mal contadas” nos dice Fernando Vallejo) paraderos de buses, bares y cafés ruidosos. Todo ello, a lado y lado de un río olvidado, que por mucho tiempo sirviera de alcantarilla a la ciudad, pero que el poeta visionario entrevé como Un río de fiesta y fábula.

Raúl Henao. Escrito para el suplemento cultural de la agencia de prensa argentina ARGENPRESS, publicado el 5 de enero de 2012. Para ver artículo completo, clic Aquí