Parece necesario dar una corta explicación a los lectores que se
aventuren hasta estas encrucijadas. Las marginalias son notas, en las márgenes,
de situaciones que por lo cotidianas y corrientes, en apariencia, carecen de
importancia. No intentaremos contar como a “mi querido diario” lo que trae cada
día y tampoco comentaremos las frustraciones o alegrías que deparan la
actualidad deportiva, cultural, política o social. Las dos opciones con toda la
validez que merecen, no son la nuestra. Nos encontraremos desde la ficción que
abarca todas las actividades y está en todas partes, es seguro, entonces, que
vamos a tratar todos los temas desde su óptica, desde su consideración y con el
placer, eso esperamos, que produce leer un texto de ficción, poco importa el
tema.
por: Saúl Alvarez Lara
Testigo Urbano, es el nombre que me
dio quien me descubrió. Tenía que llamarme de alguna manera y el que me dio no
está mal. Hasta hoy nadie me llamó de ninguna manera porque es posible que
nadie me haya visto. Si alguien me distinguió alguna vez se guardó el secreto o
me tomó por uno de aquellos accidentes que por descuido ocurren en la ejecución
de las obras públicas. Accidentes inexplicables que me dieron forma, textura,
trazo, no digamos vida, que ahora me permiten navegar por el sutil espacio de
la virtualidad.
Testigo Urbano suena bien como nombre
y apellido. Somos muchos en las aceras y calles de las grandes y las pequeñas
ciudades, basta con tropezar con ellos para que vivan. Quien me descubrió
también me hizo notar que si ahora estoy aquí, también puedo estar en otro
lugar más tarde y en otro al anochecer, no es que vaya de un lado para otro, no
me muevo, es que los Testigos Urbanos somos lo mismo, a veces con formas
distintas pero todos con texturas de cemento, de asfalto, de tierra, o
dibujados por grietas, por charcos de agua lluvia o con adornos de metal que,
por supuesto, nos hacen ver distintos. Sin embargo, somos el mismo, la esencia
de lo que somos es la misma.
por: Darío Ruiz
Gómez.
Ver, ¿pero qué es lo que vemos? “La vista, nos aclara Blanchot, nos
retiene dentro de los límites de un horizonte.” Ya no vemos. Las falsas imágenes han deteriorado el viejo significado
de ver. No me refiero a la realidad una palabra despojada precisamente de realidad
sino a aquello que estaba implícito en el acto de ver: aquello que ha estado
con nosotros como una sombra compañera sin que lleguemos a saber qué es lo que
nos indica o quiere indicarnos cuando avanzamos por una calle solitaria en
medio de la lluvia o la neblina. Atget nos había adelantado algo sobre este
hálito indefinible que acompaña nuestro cuerpo y se prolonga en el resplandor
de la vitrina de un almacén de barrio, en el anuncio comercial del cual emana
un aura indefinible. Sabíamos y ahora lo sabemos que la jungla de símbolos de
la ciudad moderna esperaba ansiosa la mirada de aquel que había escapado de la
mirada convencional y había permitido
que la sombra fuera más precisa al indicarnos en los grafismos de las aceras,
en las manchas grasosas de los zaguanes, otras rutas diferentes a las
codificadas por nuestros hábitos caseros.
Nos referimos a linajes que desconocemos y cuyas señas están colocadas
en algún lugar que se nos ha ocultado debido a nuestra caída en lo obvio, a
nuestra incapacidad para establecer un
diálogo con lo que ha permanecido más
allá de las apariencias. Tal vez por el temor a admitir que ese más allá de las
apariencias nos mira también, lanza al espacio vagas señales que nunca logramos
percibir en nuestra inconstancia hacia lo que entraña ver.
Artistas como Fautrier, como Wols, como Tápies, buscaron denodadamente
lo incógnito de las caligrafías inscritas en los procesos de la materia, en
aquellos paisajes creados por la humedad y el polvo acumulado en los muros
desgastados de una ciudad, imágenes escondidas como recuerda Leonardo Da Vinci
y que una grieta delinea calmadamente, que una porosidad subraya para indicar
la presencia de una realidad paralela que continuará determinándonos sin que lo
sepamos. Pero como sucedió con Tápies el asombro inicial se convirtió en receta
al uso y el misterio y las sugerencias de lo desconocido en tic “matérico”. Lo
importante en la propuesta de Saúl Alvarez consiste en tratar de que la imagen
que capta la cámara se mantenga inalterada, se niegue a ser manipulada con
falsos efectismos dejando al espectador la tarea creadora de establecer
asociaciones visuales, de reincorporar contrastes de recuerdos, de recrear
desde otras instancias las ciudades inscritas en un trozo de acera.
La fotografía tiende inconscientemente a convertir los logros de un
autor en normas establecidas para los demás tal como si el paisaje de hoy, de
este ahora incierto, tuviera que ser visto con los ojos de los grandes
paisajistas de ayer sin pensar que ya el paisaje original ha sido mancillado.
El principio estético de volver a los inicios consiste entonces en lograr
captar lo que no había sido captado, aquello que escapó a quienes redujeron la
tarea de ver al acto de registrar mecánicamente un hecho, a quienes falsearon el
resplandor del espectro para impostar un efecto supuestamente vanguardista. ¿No
había que sobrepasar los límites de la vista? ¿No era necesario ver algo más
que lo que ven los ojos? O sea documentar lo que no vemos, acercarnos a nuestro
espectro y hacerlo familiar.
Ver es en el caso de estas fotografías y de estos textos acercarse a
lo inquietante que puede estar disimulado en la más anodina de las diarias
circunstancias, a ras de la oculta realidad de los caminos que certifican
nuestros olvidados pies. ¿Qué se esconde detrás de una sombra? Seguramente
tuvimos temor de detenernos y hacer la pregunta por temor a abandonar el lastre
somnoliento de nuestras costumbres, pero la pregunta sigue ahí. Y el fantasma
que nos habita se siente despreciado y en el momento menos pensado nos hará la
zancadilla para que nos desmoronemos.
Esta es la enseñanza de Raymond Queneau, del ojo vertiginoso de Perec
¿qué se esconde detrás de la repetición compulsiva de la misma palabra, qué territorio
impensado del texto se inaugura a partir de la supresión de la misma letra en
todas las palabras? Como Sophie Calle deberemos un día continuar tras los pasos
de ese personaje que cruza el parque y nos llevará hasta el encuentro en otra
ciudad con el asesino que desconoce todavía su tarea. Para llegar a este
espacio de la indagación donde la hipótesis se impone a la antropología y a las
obviedades de la lingüística se necesita de un don especial: inteligencia y
sensibilidad. Y de esto se trata en un libro que sólo aspira a ser descubierto
por quienes no han sido cegados por las obviedades crasas de la ignorancia
posmoderna. ¿Seremos capaces de dar el paso a un lado para sumergirnos llenos
de escalofrío en el reino de lo indeterminado?