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Latidos

 Gleo


Nathalia Gallego Sánchez, más conocida como Gleo, nació en 1992 y creció en Cali, una ciudad tropical y diversa del suroccidente colombiano. Desde los diecisiete años comenzó a pintar muros como un gesto de libertad y búsqueda personal. Lo que inició con formas marinas frente a su casa —peces, criaturas acuáticas y movimientos de agua— se transformó con el tiempo en una poética visual marcada por los mitos, los símbolos y la espiritualidad. Sus personajes, casi siempre femeninos, aparecen envueltos en una atmósfera ritual: rostros enmascarados, miradas que arden con ojos amarillos, cuerpos que parecen portar secretos ancestrales.

Autodidacta y observadora del espacio urbano, Gleo considera la calle como una gran escuela, un lugar donde se aprende haciendo y donde el error, la lluvia o el roce de los transeúntes forman parte de la obra. En entrevistas ha dicho que “la calle es una escuela gigante, en la cual uno puede ser autodidacta, pintar y cuestionar el espacio público”, y que su arte pertenece a la gente que lo habita: “cuando pintamos en la calle, el trabajo final no nos pertenece, pertenece a la gente que vive allí; ellos deciden si lo preservan o lo eliminan” (Dinero, 2020; Beyond Walls, 2023). Ese carácter efímero es lo que da sentido a su práctica: el muro no es solo superficie, sino territorio compartido.

Trazos amarillos. Participación de Gleo en el Festival Extra Mural. Institución Educativa Héctor Abad Gómez. Sede Niquitao. Fotografía: Víctor Jiménez. 2025.
Su formación académica pasó por la Universidad del Valle, donde cursó Artes Visuales y Diseño Gráfico, pero pronto entendió que la técnica no bastaba. En la calle encontró una forma de conocimiento más intuitiva, más cercana a la experiencia. El aprendizaje fue también geográfico: viajó por Sudamérica —México, Brasil, Argentina, Perú— y se dejó nutrir por las capitales del muralismo. En cada viaje aprendió nuevos modos de entender el color, la figura y la relación con las comunidades. De allí viene su preferencia por los vinilos y pinceles, una elección que exige tiempo, paciencia y una dedicación casi meditativa.

Marcando el boceto. Gleo en acción. Institución Educativa Héctor Abad Gómez. Sede Niquitao. Fotografía: Víctor Jiménez. 2025.
Su obra se ha extendido por el mundo como una red de símbolos. En los muros de Cali, Bruselas, Lisboa, Santiago, Marrakech o Kansas, aparecen sus figuras místicas, híbridos entre lo humano y lo espiritual, que aluden a los cuatro elementos —agua, fuego, tierra y aire—, a la naturaleza y a las energías que sostienen la vida. Los ojos amarillos que se repiten en muchas de sus obras son, según la artista, una metáfora del ciclo y del infinito. En ellos se concentra una fuerza que conecta lo visible y lo invisible.

Gleo ha participado en festivales internacionales como el Mural Festival de Montreal y el Mauritshuis Murals Project en los Países Bajos. Su presencia en las calles de América y Europa la ha consolidado como una de las muralistas latinoamericanas más reconocidas de su generación, una voz que combina la sensibilidad indígena, el color popular y la reflexión sobre el espacio público como campo simbólico.

El nombre Gleo surgió una noche de juego con las letras de su propio apellido, Gallego. Entre tachones y garabatos encontró un sonido que la representaba: Gleo, la mujer del mar, como ella misma recuerda. Desde entonces firma así cada uno de sus muros, aunque su rostro rara vez aparece en medios; prefiere que su identidad permanezca en las paredes, en esas figuras que respiran la mezcla de lo onírico y lo real. En una entrevista con I Support Street Art dijo: “Soy una persona que simplemente pinta paredes, tratando de creer que en este trabajo encuentro una forma de ser libre”.

 Infancia de fuego, que ilumina el juego de la vida. Obra de Gleo. Institución Educativa Héctor Abad Gómez. Sede Niquitao. Fotografía: Juan David Bolívar. 2025.
Su obrar es una pintura que respira lo femenino y lo colectivo, un lenguaje donde el cuerpo es territorio y el color una forma de pensamiento. Cada mural de Gleo parece preguntarnos por lo que somos y por la relación entre el ser humano y el todo: la tierra, los dioses, la energía, la memoria y las personas. En una época en la que las ciudades tienden al olvido, sus muros actúan como espejos espirituales que nos recuerdan —con ojos luminosos— que seguimos habitando la misma materia, los mismos sueños.

Referencias: