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La Ciudad Graffiti

El graffiti en la encrucijada ¿Cooptación?

Letras y frailejones. Obra de Ghetto. Parque de la conservación. Galería Guayabal. Fotografía cortesía Agencia APP. 2025.

En Medellín estamos viviendo un momento que merece ser leído con cuidado.

El graffiti lettering, históricamente marginado o tratado como vandalismo, por fin está entrando al gran formato y a espacios públicos y privados a través de la institución. No es un detalle menor que escritores estén pintando culatas completas de edificios, con letras gigantes y estilos propios. Eso, sin duda, representa una conquista simbólica: el graffiti deja de ser tolerado en la esquina para ser visible en el skyline.

Pero, al mismo tiempo —y esa es la contradicción que no podemos evitar nombrar—, en espacios como el Parque de la Conservación el graffiti entra con una condición: estar ahí, sí, pero bajo un marco previamente definido. Se le permite aparecer, pero no ejercer su potencia plena. Se acepta el lettering, pero usado como barrera, como “cordón de seguridad visual” para que el resto del espacio siga siendo exactamente igual a lo que ya era: una gráfica amable, animalista, sin riesgo conceptual y estéticamente idéntica a la de hace cinco o seis años. Es decir: se avanza en presencia, pero no necesariamente en sentido.

Ocelote Albina. Obra de Chos. Parque de la conservación. Galería Guayabal. Fotografía cortesía Agencia APP. 2025.

Lo que se llama “obra concertada” funciona, en parte, como legitimación y, en parte, como control. Se incluye al artista y al escritor, pero dentro de un diseño ya decidido. Hay participación, pero condicionada. Se amplía la nómina, pero no el campo de posibilidades estéticas. El graffiti no fue invitado a transformar el espacio: fue invitado a blindarlo.

Y basta contrastar con otro caso: el proyecto de Gaseosas Lux. Ahí no hubo “manual de zoología visual”. No hubo instrucciones temáticas ni curadurías de baja intensidad que camuflan dirección. Hubo libertad real. ¿Resultado? Una masterpiece que no busca encajar en una narrativa institucional, sino ampliar el lenguaje del artista y del escritor.

Universo Graffiti. Pieza maestra en la fachada de la planta de Gaseosas Luz. Galería Guayabal. Fotografía Víctor Jiménez. 2025.
Eso plantea una pregunta incómoda ¿Por qué un proyecto privado permitió más libertad creativa que uno público?

No es un asunto de presupuestos. Es un asunto de confianza. Cuando la institucionalidad le teme al arte y al graffiti, los encierra en un guion. Cuando se les permite ser lo que son, aparece el riesgo, la diferencia, la obra viva.

No se trata de negar los avances: que el graffiti esté en gran formato es histórico. Que haya escritores jóvenes pintando a escalas de alta y mediana medida es una victoria de años de disputa. Pero sería ingenuo confundir presencia con autonomía.

Más de 5 animales. Obra de Cereso Monkey. Parque de la conservación. Galería Guayabal. Fotografía cortesía Agencia APP. 2025.
La verdadera discusión no es si ahora nos dejan pintar. La discusión es en qué condiciones, con qué límites, para decir qué y con qué lenguaje. El punto no es destruir lo que existe. El punto es evitar que lo existente se presente como la única forma posible de hacer arte urbano y graffiti en Medellín.

Porque cuando lo público solo acepta lo decorativo y lo privado permite lo experimental, algo está invertido. Y cuando el mural institucional se parece a sí mismo desde hace seis años, pero el nivel técnico de los artistas y escritores sí evoluciona, el estancamiento no está en el arte: está en la curaduría.

El desafío que viene no es entrar a los muros: ya estamos ahí. El desafío es que esos muros no sean solo superficies aprobadas, sino territorios de sentido.
Letras y coral. Obra de Barto Scribba. Parque de la conservación. Galería Guayabal. Fotografía Barto. 2025.

Si el arte urbano y el graffiti no pueden cuestionar, incomodar, desbordar o innovar, entonces solo cambia el tamaño del muro, no el lugar del artista y del escritor.

José Monroy