¿De qué manera puede el arte acercarse al sufrimiento humano?


Darío Ruiz Gómez


Digamos que, lleno de entusiasmo, camino hacia el antiguo Museo de Antioquia para, luego visitar el edificio de la Naviera de 1934 que se ha reciclado para alojar algunas de las obras del último Salón Nacional de Arte. Mientras camino, voy descubriendo a mi alrededor, las gentes que en gran número se mueven por la avenida y las calles que rodean al Museo de Antioquia, la plaza de las esculturas, gentes de origen popular, vendedores ambulantes, prostitutas, tipos de dudosa pinta. En cualquier ciudad del mundo la presencia de este tipo de público enriquece los lugares, muestra la presencia de la cultura popular, convive, pero, en los últimos años en Medellín detrás del ciudadano común se ha ido disimulando el atracador, el asesino, el proxeneta, y lo que fue el espacio de unas expresiones populares  ha sido dividido en fronteras de terribles dueños. Guayaquil fue históricamente un sector de encuentro de negociantes, de músicos, de poetas de la noche, o sea de esa contracultura que renovó la lánguida cultura oficial.


El cambio de propietarios de esos espacios, el cambio de usos del suelo, desalojó a esos actores, a esos escenarios y Guayaquil quedó como una tierra de nadie en manos de lo peor en las calles, sin música, sin protagonistas urbanos. Lo que fue bullicio, dinámica, humor callejero se tornó en miedo y suspicacia. La abigarrada estética de la calle, del comercio, esas inesperadas tipologías de baratillos y cafés ha dado paso a la exhibición impersonal de  objetos de un contrabando que destruyó el comercio de la manualidad, la pequeña industria manufacturera, cuya desaparición ha supuesto una gran catástrofe cultural. Cuando se transformó el antiguo Palacio Municipal en el actual Museo de Antioquia se planteó una propuesta urbana necesaria: la creación de un nuevo espacio cívico que cumpliera la labor simbólica que tuvo el parque de Berrío, rescatar mediante un corredor carreras como Cundinamarca, Cúcuta, Carabobo, salvando los barrios amenazados por el deterioro y rescatando del aislamiento a la Universidad de  Antioquia, replanteando la abusiva demolición que impuso la avenida Oriental.

Pero yo iba a visitar el Salón Nacional y es lo que he hecho caminando por entre un escenario descompuesto donde un vendedor de aguacates ha colocado orondamente su carretilla en el cruce del semáforo y donde cada quien corre para cruzar la avenida pues nadie respeta las señales de tránsito. Grupos de mendigos campean a sus anchas, vendedores de droga y alcohol, de tinto. ¿Qué es el arte? El magnífico video de Clemencia Echeverri muestra una manada de reses que se mueven frenéticamente hacia el sacrificio, la imagen se repite entre el ruido sordo de una máquina, el crepitar de las llamas de helecho. ¿De qué manera puede el arte acercarse al sufrimiento humano? Al llegar al edificio de la Naviera me encuentro a un grupo de deshechos humanos tirados sobre la acera, no son mendigos sino homúnculos destruidos por el hambre y la enfermedad, por la recóndita tristeza de sus cuerpos vencidos.

¿No acabo de ver en cuclillas, metida entre el hueco de una escultura de Botero, los ojos desasosegados, la piel verdosa, el cuerpo en los huesos, de una niña abandonada que, asocio, inevitablemente, con esas nobles bestias que esperan el cuchillo del verdugo? ¿Dónde han quedado la misericordia y la piedad?  A nombre del progreso se dispersó la comunidad de vecinos de mi adolescencia, se cometió un crimen urbanístico que merecería la condena de un Tribunal de Justicia y esta destrucción se hace más doliente en la medida en que nunca se renovó el sector dando una opción de vida necesaria a la ciudad. ¿Qué nos sucede cuando salimos del museo y nos topamos con estos cuadros de dolor? “La literatura, dice Camus, no vale la vida de un niño que muere de hambre”.