Charles Haynes. “La revolución gastronómica está en marcha”
Durante mucho
tiempo la filosofía ha puesto mala cara para sentarse a la mesa. Demasiado subjetiva, incapaz de llevar a lo
Verdadero, lo Bello y el Bien, la cocina ha sido juzgada mal, antes de ser
reconocida como una experiencia universal que implica de acá en adelante a
todos nuestros sentidos y que está ligada a nuestra condición humana, demasiado
humana.
Para “regenerar” al pueblo italiano, el escritor
futurista Marinetti propuso, en 1931, que se suprimieran las pastas, fuente de
melancolía, de fatalismo y de pereza.
Entre las recetas de la Cocina
futurista, se encuentra el Ultraviril, cola de bogavante recubierta con
lengua de ternera en tajadas, o el Porexcité, salami presentado en medio de un
charco de café y de agua de Colonia.
Para Marinetti, construir un hombre nuevo implicaba al revolución
culinaria. Pero en Italia, los spaghetti
han hecho la resistencia. Incluso
mientras tanto han conquistado el planeta.
Es raro que la cocina evolucione brutalmente. El gusto se toma su tiempo; absorbe las
novedades con desconfianza. Ocurre
incluso que los hábitos alimenticios frenen las adaptaciones vitales. Confrontados en el siglo XV con una nueva
glaciación, los habitantes escandinavos de Groenlandia no lograban ya producir
ni cereales ni carne. Antes que adoptar
el régimen a base de pescado y de bayas de sus vecinos los inues, los escasos
sobrevivientes hambrientos se devolvieron para Noruega.
Nuestras costumbres culinarias nos atan, y no
se reducen a una cuestión de aporte nutricional. Si tomáramos nuestra ración calórica
cotidiana en forma de pastillas, quedaríamos con hambre. La cocina y la satisfacción del gusto tienen
que ver con un conjunto complejo, no solamente de sabores sino de recuerdos, de
presentaciones, de texturas y de colores.
Subjetivo, conectado a la historia del grupo y del individuo, el sentido
gustativo parece rebelde a la empresa racional, pero sin embargo es objeto de
transmisión, de imitación y a veces de transgresión.
¿Por qué la filosofía ha
desconfiado del gusto?
En exceso variable, demasiado dependiente de la
aprobación individual, el gusto permanece descartado en la historia de la
filosofía. Kant le niega el acceso al
juicio universalizable que sí le concede a la vista y al oído, y no le deja
ningún sitio al alimento en la Crítica de
la facultad del juicio (1790). Él
dice que por la nariz y por el paladar sólo se accede a sensaciones
singulares. El que saborea permanece
solo con juicios de valor que sólo a él le conciernen. Hegel llega igualmente a la conclusión de que
el sentido del gusto no tiene nada que ver con el placer del arte. Según él, el olfato, el tacto y el gusto
“sólo tienen que ver con elementos materiales y sus cualidades inmediatamente
sensibles”, “la impresión de proximidad que se experimenta cuando se gustan los
alimentos rompe la distancia crítica entre el que percibe y lo percibido”. En el sentido gustativo, el cuerpo está
demasiado vecino del cuerpo. El espíritu
permanece separado de sí mismo, duerme aún en la tumba de la naturaleza.
Es a medida que el mundo occidental se libera de una
penuria secular de alimento, que el gusto, la dietética e incluso la cocina
logran entrar en la escena filosófica.
La abundancia de alimentos autoriza la pregunta por el “cómo” nutrirse,
mientras que la inmanencia sin Dios a la que se reduce de acá en adelante la
condición humana da una importancia crucial al cuerpo y a lo que él
ingiere. El sentido gustativo toma una
dimensión nueva desde que se habita no tanto la cuestión del acceso a lo
Verdadero, a lo Bello y al Bien, sino una búsqueda liberadora de la potencia
del cuerpo y del espíritu.
“¿Cómo
–pregunta Nietzsche en Ecce Homo
(1888) – debes alimentarte para alcanza el máximo de tu fuerza?”. Nada es más importante para la edificación
del sí mismo nietzscheano que la cuestión del régimen y del gusto. Si el alimento es una fatalidad, en lugar de
desdeñarlo, amémoslo. Para Nietzsche,
uno no elige su cocina; se comprende su pendiente y se la sigue. Si proscribe las carnes demasiado hervidas,
las legumbres grasas y harinosas de la cocina alemana, no es a nombre de un
gusto absoluto, sino del suyo propio, y porque esto no le conviene a su salud
física y espiritual. En un sentido,
Nietzsche es el precursor de la dietética personalizada actual, pues casi pone
en esta cuestión una energía sublimadora reservada al arte y a la religión. El régimen voluntario está en el centro de un
deseo de producir activamente lo que uno es, es decir su cuerpo, de querer
intensamente su propio destino en lugar de padecerlo.
Prometeo y los omnívoros
Ciertamente el sentido gustativo no es la vía real que
conduce a las verdades universales. En
cuanto a los hábitos culinarios, ellos son innumerables y contradictorios. Y sin embargo el acto de cocina es
universal. Nuestras gastronomías y
nuestros gustos cambiantes manifiestan algo de nosotros en su diversidad; el
humano es una especie animal incompleta e inacabada, condenada a inventar, y
por tanto a cocinar, para vivir. Nos
conducen al mito de Prometeo, tal como Protágoras se lo cuenta a Sócrates: “Todas las especies están armoniosamente provistas de todo, excepto el hombre
que permanece desnudo…” Privado de
herramienta natural, el hombre tampoco tiene una alimentación específica. Como tampoco dispone de la piel del oso para
protegerse del frío polar, no tiene la hoja de eucalipto que le es suficiente
al koala, ni la nuez amazónica que harta al ara del Brasil. El omnívoro tiene derecho a todo, pero nada
le es suficiente. Está siempre buscando
un suplemento, un complemento. Por lo
mismo, no cesa de probar, de adoptar o de rechazar el alimento, desgarrado
entre el deseo de novedad y la desconfianza por lo desconocido. Es lo que Claude Fischler, sociólogo de la
alimentación, llama la “neofilia” (amor por la novedad) y la “neofobia”
(rechazo de la novedad), ligadas a nuestra condición de omnívoros. Ahora bien, dice Fischler, “una de las
funciones de la cocina es resolver la tensión entre neofilia y neofobia. Esta resolución es la familiarización; la
cocina está ahí para acomodar”. La
cocción de los alimentos es una domesticación de lo nuevo. Tanto para el individuo, porque ella le hace
más digestiva una materia prima ingrata, como para el grupo social, al hacer
entrar el alimento desconocido en lo familiar, es decir en la cultura. “Lo que es nuevo se lo acomoda a una ‘salsa’,
es decir se lo integra a un contexto”, dice Claude Fischler. En cuanto al salto prometeano de la cocción,
no es una “elección de cultura” caída del cielo; está ligada a nuestra
condición de especie sin nicho estable, consagrado a transformar sin fin los
alimentos.
Quien dice cocina dice basculamiento en una cultura
que se desliga de lo biológico. En
efecto, la neofilia o la neofobia de las sociedades humanas van mucho más allá
de lo puramente comestible o tóxico, contrariamente a lo que le pasa a otras
especies omnívoras, como la rata o el mono.
Dentro de un vasto conjunto de géneros comestibles, nuestras escogencias
de acomodar, de sazonar, de hervir, de ahumar o de hornear, tienen que ver con
una lógica interna. Desde entonces, es
tentador interrogar a un sistema culinario como una entidad autónoma, que sólo
se compara con otros sistemas culinarios.
Tal es la inspiración del pensamiento estructuralista que considera la
cocina como un puro sistema de diferencias, equivalente a un lenguaje. Es el sentido de los trabajos de Claude
Lévi-Strauss en lo Crudo y lo cocido
(1964), y más recientemente de la antropóloga británica Mary Douglas. Para el etnólogo francés, poco importa el
contenido de la receta, pues no hay original.
Sólo cuentan las variantes, que expresan la lógica inconsciente de una
cultura. La chucrut sólo interesa por el
sistema de sus variaciones.
Melting-pot y arte
contemporáneo
La validez formal de las estructuras culinarias
descritas por Lévi-Strauss, a menudo sólo tiene igual en su inmovilidad. Le es difícil a la etnología estructuralista
explicar por qué y cómo se mueven las estructuras. Ahora bien, estamos hoy en un melting-pot
mundial, confrontados a un doble movimiento: no solamente las cocinas
evolucionan de manera interna sino que no cesan de mezclarse, y los dos
fenómenos están ligados. La inmovilidad
culinaria reposa ora sobre las condiciones cuasi a-históricas de las sociedades
estudiadas, lo que es el caso en los “primeros pueblos”; ora, sobre una
codificación extrema que produce una ficción de inmovilismo, tal como la cocina
francesa se la conoció hasta los alrededores de 1970. Ahora bien, actualmente la harissa llegó en
la ternera Marengo como la salsa de soja en las zanahorias rayadas, mientras
que la hamburguesa conquista el planeta con los ingredientes de borde. La tensión entre neofilia y neofobia se
perpetúa en el seno mismo de la cocina.
Es uno de los motores de su evolución.
Vamos hacia lo familiar, pero no soportamos la monotonía. Incluso si la memoria gustativa es una de las
más fieles y de las más tenaces, termina por ceder ante al extrema movilidad
contemporánea de los productos y de los modos de preparación.
Esta movilidad se reencuentra en la “alta cocina” que
evoluciona siguiendo el ritmo de las corrientes artísticas. Por lo demás, sus efímeros productos la
acercan al ideal del arte contemporáneo.
En Francia, a partir de 1973, la “Nueva Cocina” aligera las cocciones,
utiliza una tecnología moderna y se preocupa por la dietética. Los nombres de los platos exhiben la
transparencia: la “concha San-Tiago al hinojo” reemplaza la “poulardetrufféedemi-deuil” o el “turbot sauce Colbert”. Las salsas de mantequilla espesadas con
harina desaparecen en provecho del simple jugo de cocción. El arte culinario evoluciona entonces hacia
un goce multisensorial que asocia el gusto con el tacto (temperaturas,
texturas) y la vista. El “chef” cocinero
ya no es un ejecutante, inventa y crea.
El filósofo Yves Michaud echa una ojeada a las creaciones de FerráAdriá,
estrella contemporánea de la cocina: “Como en una galería de arte, se tiene una
experiencia estética que juega con la exacerbación de ciertas cualidades y
sensaciones en la gratuidad de una investigación. El sustrato de este ‘alimento’ es tan
inmaterial como sea posible, una especie de excipiente sobre el cual colocar y
poder degustar las cualidades más frágiles.
Una infusión de atún ahumado y de algas, hecha en su presencia y usando
una tetera; un capuchino de guisado de liebre parecido a un expresso, pero
donde el café se mezcla con la liebre, dicen más de lo que yo podría describir”.
Pero, en esta hipérbole del gusto,
Michaud subraya el riesgo bajo forma de chascarrillo: “Cuando el arte se hace
objeto de una percepción sinestésica [que asocia muchos sentidos] y cenestésica
[que asocia todos los sentidos] ya no es al museo a donde hay que ir ¡sino al
restaurante o a la discoteca!
Evidentemente, esto cambia mucho de lo que se llamaba… la ‘estética’, al
mismo tiempo que la restablece probablemente a lo que se debe entender por ella
etimológicamente hablando: una experiencia sensible que no es una percepción
clara y distinta”. Sin embargo,
transformar la cocina en arte total colocando el gusto en el centro de la
estética no es algo evidente; como lo había comprendido Hegel, en el acto
gustativo, la gran proximidad entre la percepción y lo percibido arriesga con
privarnos de una dimensión universal.
Una pasión contemporánea
Actualmente, transformada en espectáculo con la
mediatización de los “chefs”, la creación culinaria se vuelve una pasión del
gran público. Cursos y concursos de
cocina en cada canal de televisión, blogs innumerables, se trata también de
mostrarse en la cocina, de transmitir inmediatamente su creación, de comparar,
seleccionar, notar. ¿Cuál es el sentido
de esta nueva moda? Como la foto o el
video de los años 1980, la cocina le permite a cada uno apropiarse de una forma
de creación artística. Expresa el gusto
de producir su propia vida, a la manera lúdica de un demiurgo. Segundo, ella restablece un vínculo que
arriesga con desaparecer en la deriva de un individualismo alimenticio. La “coca individual” y los horarios flexibles
multiplican a la gente que come sola, mientras que la pequeña ceremonia
culinaria los reúne. Tercero y sobre
todo, el rito de la cocina nos ayuda a conjurar la angustia del producto
comestible no identificado. Si ya no sé
qué como, corro el riesgo de ya no saber quién soy. La cocina, lo mismo que los regímenes
individuales, permiten reapropiarse el alimento, nombrarlo, manipularlo,
“originarlo”. A través de ese gesto
cotidiano, el individuo consumidor busca volverse una persona que come. En alguna parte entre la necesidad
alimenticia y el puro lenguaje, la cocina es una gesto perpetuo de definición
de sí mismo.
Para leer más:
Claude
Fischler.
L’Homnivore (Odile
Jacob, 1990)
Claude
Fischler. Manger, mode d’emploi?(PUF, 2013).
Claude
Lévi-Strauss.
Mythologiques, t. 1: Le Cru et le Cuit (Plon, 1964).
Yves Michaud. L’Art à l’étatgazeux.Essaisur le triomphe
de l’esthétique(Stock, 2003).
Michel Onfray. La Raison
gourmande. Philosophie du goût (Grasset,
1995).
tr. Luis
Alfonso Paláu.Medellín, noviembre 28 de 2013.
Luis Alfonso Paláu Castaño: Profesor Titular jubilado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional, sede Medellín. Profesor de Historia de las ciencias de la Escuela de estudios filosóficos y culturales de la misma Facultad. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana. Magíster en Historia de las ciencias del Instituto de Historia de las ciencias y de las técnicas de París. Doctor en Historia y filosofía de las ciencias de la Universidad de París I (Sorbona-Panteón). Fundador en 1980, y coordinador hasta 2004, del primer Seminario permanente en Colombia de Historia de la biología. Ha hecho cuatro lecturas en seminario de las obras de Michel Serres.
En este momento el libro de Pulgarcita está a la espera de algún editor u organización que desee publicar su traducción.