Gastronomía en la Estética Expandida

Charles Haynes.  “La revolución gastronómica está en marcha”
Philosophiemagazine # 75  diciembre 2013/enero 2014
Durante mucho tiempo la filosofía ha puesto mala cara para sentarse a la mesa.  Demasiado subjetiva, incapaz de llevar a lo Verdadero, lo Bello y el Bien, la cocina ha sido juzgada mal, antes de ser reconocida como una experiencia universal que implica de acá en adelante a todos nuestros sentidos y que está ligada a nuestra condición humana, demasiado humana.

Para “regenerar” al pueblo italiano, el escritor futurista Marinetti propuso, en 1931, que se suprimieran las pastas, fuente de melancolía, de fatalismo y de pereza.  Entre las recetas de la Cocina futurista, se encuentra el Ultraviril, cola de bogavante recubierta con lengua de ternera en tajadas, o el Porexcité, salami presentado en medio de un charco de café y de agua de Colonia.  Para Marinetti, construir un hombre nuevo implicaba al revolución culinaria.  Pero en Italia, los spaghetti han hecho la resistencia.  Incluso mientras tanto han conquistado el planeta.

Es raro que la cocina evolucione brutalmente.  El gusto se toma su tiempo; absorbe las novedades con desconfianza.  Ocurre incluso que los hábitos alimenticios frenen las adaptaciones vitales.  Confrontados en el siglo XV con una nueva glaciación, los habitantes escandinavos de Groenlandia no lograban ya producir ni cereales ni carne.  Antes que adoptar el régimen a base de pescado y de bayas de sus vecinos los inues, los escasos sobrevivientes hambrientos se devolvieron para Noruega.  

Nuestras costumbres culinarias nos atan, y no se reducen a una cuestión de aporte nutricional.  Si tomáramos nuestra ración calórica cotidiana en forma de pastillas, quedaríamos con hambre.  La cocina y la satisfacción del gusto tienen que ver con un conjunto complejo, no solamente de sabores sino de recuerdos, de presentaciones, de texturas y de colores.  Subjetivo, conectado a la historia del grupo y del individuo, el sentido gustativo parece rebelde a la empresa racional, pero sin embargo es objeto de transmisión, de imitación y a veces de transgresión.

¿Por qué la filosofía ha desconfiado del gusto?
En exceso variable, demasiado dependiente de la aprobación individual, el gusto permanece descartado en la historia de la filosofía.  Kant le niega el acceso al juicio universalizable que sí le concede a la vista y al oído, y no le deja ningún sitio al alimento en la Crítica de la facultad del juicio (1790).  Él dice que por la nariz y por el paladar sólo se accede a sensaciones singulares.  El que saborea permanece solo con juicios de valor que sólo a él le conciernen.  Hegel llega igualmente a la conclusión de que el sentido del gusto no tiene nada que ver con el placer del arte.  Según él, el olfato, el tacto y el gusto “sólo tienen que ver con elementos materiales y sus cualidades inmediatamente sensibles”, “la impresión de proximidad que se experimenta cuando se gustan los alimentos rompe la distancia crítica entre el que percibe y lo percibido”.  En el sentido gustativo, el cuerpo está demasiado vecino del cuerpo.  El espíritu permanece separado de sí mismo, duerme aún en la tumba de la naturaleza.

Es a medida que el mundo occidental se libera de una penuria secular de alimento, que el gusto, la dietética e incluso la cocina logran entrar en la escena filosófica.  La abundancia de alimentos autoriza la pregunta por el “cómo” nutrirse, mientras que la inmanencia sin Dios a la que se reduce de acá en adelante la condición humana da una importancia crucial al cuerpo y a lo que él ingiere.  El sentido gustativo toma una dimensión nueva desde que se habita no tanto la cuestión del acceso a lo Verdadero, a lo Bello y al Bien, sino una búsqueda liberadora de la potencia del cuerpo y del espíritu.

“¿Cómo –pregunta Nietzsche en Ecce Homo (1888) – debes alimentarte para alcanza el máximo de tu fuerza?”.  Nada es más importante para la edificación del sí mismo nietzscheano que la cuestión del régimen y del gusto.  Si el alimento es una fatalidad, en lugar de desdeñarlo, amémoslo.  Para Nietzsche, uno no elige su cocina; se comprende su pendiente y se la sigue.  Si proscribe las carnes demasiado hervidas, las legumbres grasas y harinosas de la cocina alemana, no es a nombre de un gusto absoluto, sino del suyo propio, y porque esto no le conviene a su salud física y espiritual.  En un sentido, Nietzsche es el precursor de la dietética personalizada actual, pues casi pone en esta cuestión una energía sublimadora reservada al arte y a la religión.  El régimen voluntario está en el centro de un deseo de producir activamente lo que uno es, es decir su cuerpo, de querer intensamente su propio destino en lugar de padecerlo.

Prometeo y los omnívoros
Ciertamente el sentido gustativo no es la vía real que conduce a las verdades universales.  En cuanto a los hábitos culinarios, ellos son innumerables y contradictorios.  Y sin embargo el acto de cocina es universal.  Nuestras gastronomías y nuestros gustos cambiantes manifiestan algo de nosotros en su diversidad; el humano es una especie animal incompleta e inacabada, condenada a inventar, y por tanto a cocinar, para vivir.  Nos conducen al mito de Prometeo, tal como Protágoras se lo cuenta a Sócrates: “Todas las especies están armoniosamente provistas de todo, excepto el hombre que permanece desnudo…”  Privado de herramienta natural, el hombre tampoco tiene una alimentación específica.  Como tampoco dispone de la piel del oso para protegerse del frío polar, no tiene la hoja de eucalipto que le es suficiente al koala, ni la nuez amazónica que harta al ara del Brasil.  El omnívoro tiene derecho a todo, pero nada le es suficiente.  Está siempre buscando un suplemento, un complemento.  Por lo mismo, no cesa de probar, de adoptar o de rechazar el alimento, desgarrado entre el deseo de novedad y la desconfianza por lo desconocido.  Es lo que Claude Fischler, sociólogo de la alimentación, llama la “neofilia” (amor por la novedad) y la “neofobia” (rechazo de la novedad), ligadas a nuestra condición de omnívoros.  Ahora bien, dice Fischler, “una de las funciones de la cocina es resolver la tensión entre neofilia y neofobia.  Esta resolución es la familiarización; la cocina está ahí para acomodar”.  La cocción de los alimentos es una domesticación de lo nuevo.  Tanto para el individuo, porque ella le hace más digestiva una materia prima ingrata, como para el grupo social, al hacer entrar el alimento desconocido en lo familiar, es decir en la cultura.  “Lo que es nuevo se lo acomoda a una ‘salsa’, es decir se lo integra a un contexto”, dice Claude Fischler.  En cuanto al salto prometeano de la cocción, no es una “elección de cultura” caída del cielo; está ligada a nuestra condición de especie sin nicho estable, consagrado a transformar sin fin los alimentos.

Quien dice cocina dice basculamiento en una cultura que se desliga de lo biológico.  En efecto, la neofilia o la neofobia de las sociedades humanas van mucho más allá de lo puramente comestible o tóxico, contrariamente a lo que le pasa a otras especies omnívoras, como la rata o el mono.  Dentro de un vasto conjunto de géneros comestibles, nuestras escogencias de acomodar, de sazonar, de hervir, de ahumar o de hornear, tienen que ver con una lógica interna.  Desde entonces, es tentador interrogar a un sistema culinario como una entidad autónoma, que sólo se compara con otros sistemas culinarios.  Tal es la inspiración del pensamiento estructuralista que considera la cocina como un puro sistema de diferencias, equivalente a un lenguaje.  Es el sentido de los trabajos de Claude Lévi-Strauss en lo Crudo y lo cocido (1964), y más recientemente de la antropóloga británica Mary Douglas.  Para el etnólogo francés, poco importa el contenido de la receta, pues no hay original.  Sólo cuentan las variantes, que expresan la lógica inconsciente de una cultura.  La chucrut sólo interesa por el sistema de sus variaciones.

Melting-pot y arte contemporáneo
La validez formal de las estructuras culinarias descritas por Lévi-Strauss, a menudo sólo tiene igual en su inmovilidad.  Le es difícil a la etnología estructuralista explicar por qué y cómo se mueven las estructuras.  Ahora bien, estamos hoy en un melting-pot mundial, confrontados a un doble movimiento: no solamente las cocinas evolucionan de manera interna sino que no cesan de mezclarse, y los dos fenómenos están ligados.  La inmovilidad culinaria reposa ora sobre las condiciones cuasi a-históricas de las sociedades estudiadas, lo que es el caso en los “primeros pueblos”; ora, sobre una codificación extrema que produce una ficción de inmovilismo, tal como la cocina francesa se la conoció hasta los alrededores de 1970.  Ahora bien, actualmente la harissa llegó en la ternera Marengo como la salsa de soja en las zanahorias rayadas, mientras que la hamburguesa conquista el planeta con los ingredientes de borde.  La tensión entre neofilia y neofobia se perpetúa en el seno mismo de la cocina.  Es uno de los motores de su evolución.  Vamos hacia lo familiar, pero no soportamos la monotonía.  Incluso si la memoria gustativa es una de las más fieles y de las más tenaces, termina por ceder ante al extrema movilidad contemporánea de los productos y de los modos de preparación.

Esta movilidad se reencuentra en la “alta cocina” que evoluciona siguiendo el ritmo de las corrientes artísticas.  Por lo demás, sus efímeros productos la acercan al ideal del arte contemporáneo.  En Francia, a partir de 1973, la “Nueva Cocina” aligera las cocciones, utiliza una tecnología moderna y se preocupa por la dietética.  Los nombres de los platos exhiben la transparencia: la “concha San-Tiago al hinojo” reemplaza la “poulardetrufféedemi-deuil” o el “turbot sauce Colbert”.  Las salsas de mantequilla espesadas con harina desaparecen en provecho del simple jugo de cocción.  El arte culinario evoluciona entonces hacia un goce multisensorial que asocia el gusto con el tacto (temperaturas, texturas) y la vista.  El “chef” cocinero ya no es un ejecutante, inventa y crea.  El filósofo Yves Michaud echa una ojeada a las creaciones de FerráAdriá, estrella contemporánea de la cocina: “Como en una galería de arte, se tiene una experiencia estética que juega con la exacerbación de ciertas cualidades y sensaciones en la gratuidad de una investigación.  El sustrato de este ‘alimento’ es tan inmaterial como sea posible, una especie de excipiente sobre el cual colocar y poder degustar las cualidades más frágiles.  Una infusión de atún ahumado y de algas, hecha en su presencia y usando una tetera; un capuchino de guisado de liebre parecido a un expresso, pero donde el café se mezcla con la liebre, dicen más de lo que yo podría describir”.  Pero, en esta hipérbole del gusto, Michaud subraya el riesgo bajo forma de chascarrillo: “Cuando el arte se hace objeto de una percepción sinestésica [que asocia muchos sentidos] y cenestésica [que asocia todos los sentidos] ya no es al museo a donde hay que ir ¡sino al restaurante o a la discoteca!  Evidentemente, esto cambia mucho de lo que se llamaba… la ‘estética’, al mismo tiempo que la restablece probablemente a lo que se debe entender por ella etimológicamente hablando: una experiencia sensible que no es una percepción clara y distinta”.  Sin embargo, transformar la cocina en arte total colocando el gusto en el centro de la estética no es algo evidente; como lo había comprendido Hegel, en el acto gustativo, la gran proximidad entre la percepción y lo percibido arriesga con privarnos de una dimensión universal.

Una pasión contemporánea
Actualmente, transformada en espectáculo con la mediatización de los “chefs”, la creación culinaria se vuelve una pasión del gran público.  Cursos y concursos de cocina en cada canal de televisión, blogs innumerables, se trata también de mostrarse en la cocina, de transmitir inmediatamente su creación, de comparar, seleccionar, notar.  ¿Cuál es el sentido de esta nueva moda?  Como la foto o el video de los años 1980, la cocina le permite a cada uno apropiarse de una forma de creación artística.  Expresa el gusto de producir su propia vida, a la manera lúdica de un demiurgo.  Segundo, ella restablece un vínculo que arriesga con desaparecer en la deriva de un individualismo alimenticio.  La “coca individual” y los horarios flexibles multiplican a la gente que come sola, mientras que la pequeña ceremonia culinaria los reúne.  Tercero y sobre todo, el rito de la cocina nos ayuda a conjurar la angustia del producto comestible no identificado.  Si ya no sé qué como, corro el riesgo de ya no saber quién soy.  La cocina, lo mismo que los regímenes individuales, permiten reapropiarse el alimento, nombrarlo, manipularlo, “originarlo”.  A través de ese gesto cotidiano, el individuo consumidor busca volverse una persona que come.  En alguna parte entre la necesidad alimenticia y el puro lenguaje, la cocina es una gesto perpetuo de definición de sí mismo.

Para leer más:
Claude FischlerL’Homnivore (Odile Jacob, 1990)
Claude Fischler. Manger, mode d’emploi?(PUF, 2013).
Claude Lévi-StraussMythologiques, t. 1: Le Cru et le Cuit (Plon, 1964).
Yves MichaudL’Art à l’étatgazeux.Essaisur le triomphe de l’esthétique(Stock, 2003).
Michel OnfrayLa Raison gourmande. Philosophie du goût (Grasset, 1995).

tr. Luis Alfonso Paláu.Medellín, noviembre 28 de 2013.
Luis Alfonso Paláu Castaño: Profesor Titular jubilado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional, sede Medellín. Profesor de Historia de las ciencias de la Escuela de estudios filosóficos y culturales de la misma Facultad. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana. Magíster en Historia de las ciencias del Instituto de Historia de las ciencias y de las técnicas de París. Doctor en Historia y filosofía de las ciencias de la Universidad de París I (Sorbona-Panteón). Fundador en 1980, y coordinador hasta 2004, del primer Seminario permanente en Colombia de Historia de la biología. Ha hecho cuatro lecturas en seminario de las obras de Michel Serres. 
En este momento el libro de Pulgarcita está a la espera de algún editor u organización que desee publicar su traducción.